Por: Arturo Moreno Baños
La vida cotidiana de la Nueva España se movía en torno de las festividades religiosas; además de las fechas señeras como la Navidad o la Semana Santa. Los barrios realizaban sus actividades diarias con el calendario marcado por los santos patronos y sus fiestas paralizaban por completo la vida.
Los recién bautizados recibían el nombre del santo celebrado en el día de su nacimiento; las fechas desaparecían para dar paso a una nomenclatura distinta: la gente no expresaba “el 13 de agosto de 1521 cayó Tenochtitlan”, sino “La capital azteca cayó en el día de San Hipólito”.
En el siglo XIX, era común que los temblores que asolaban a la ciudad de México de vez en vez, fueran llamados con el nombre del santo o la santa del día en que habían ocurrido, así los más terribles fueron el de San Juan de Dios, el de la Encarnación o el de Santa Mónica.
Las órdenes monásticas llegaron a la Nueva España con sus propios santos: a San Francisco de Asís se le conoció desde 1524; a Santo Domingo de Guzmán en 1526; la imagen de San Agustín pisó tierras mexicanas en 1533; el fundador y santo de los Jesuitas, San Ignacio de Loyola, así como Santa Teresa y San Juan de la Cruz, inspiradores de la orden de los carmelitas, serían conocidos en México tiempo después una vez que alcanzaron un lugar en el santoral católico.
Dos acontecimientos impulsaron la devoción de la gente por la nueva fe, y su integración dentro del universo de los santos. El primero fue la aparición de la virgen de Guadalupe en el cerro del Tepeyac en 1531 –imagen que hoy ya cuenta también con su santo, san Juan Diego-, y el martirio del mexicano en tierras japonesas (1597), Felipe de Jesús, que fue beatificado en 1627, pero su canonización ocurrió hasta mediados del siglo XIX.
Tal fue la asimilación de los santos y la forma en que la sociedad encontró refugio en sus oraciones, en sus intercesiones milagrosas, en su apoyo espiritual que cada 2 de noviembre los fieles podían ver las reliquias de sus santos en los templos de la capital novohispana y otras ciudades.
Según refiere la Gazeta de México, el 2 de noviembre de 1728:
“La catedral exhibió los cuerpos de san Primitivo y santa Hilaria, dos cabezas de las once mil vírgenes y reliquias de san Anastasio, san Gelasio y san Vito.
El convento de santo Domingo expuso ante los ojos de los devotos una muela del propio fundador de la orden, el cuerpo de san Hipólito Presbítero, el birrete de san Francisco Xavier, un zapato de san Pío V, un dedo y un libro de san Luis Beltrán, la cabeza de santa Sapiencia, y para coronar su relicario, una muela de santa Catalina de Sena.
El convento de san Francisco mostró una canilla de san Felipe de Jesús, un hueso de san Antonio, otro de san Diego, dos cabezas de las once mil vírgenes y un diente de san Lorenzo. En el convento de san Diego se expusieron dos cabezas de las once mil vírgenes y una mano de san Pedro Alcántara y otras.
Los agustinos, muy ufanos, expusieron una muela del mismísimo san Agustín de Hipona; un hueso de santo Tomás de Villanueva, sangre de san Nicolás Tolentino y de santa Yocunda. La Profesa exhibió las entrañas de san Ignacio, su firma y el cuerpo de san Aproniano, mientras en san Felipe Neri los fieles pudieron ver una muela de ese santo, la sangre de san Francisco de Sales, los huesos de san Bono, de santa Librada y de san Donato.
En san Jerónimo, las monjas no quisieron ser menos y mostraron orgullosas un dedo de san Felipe de Jesús, un hueso de san Jerónimo y la cabeza de Santa Córdula”.
Santos para toda ocasión, oraciones para cada momento; ritos, devociones, mandas; es la vida terrenal que se funde con la necesidad de una vida espiritual.
Al final del día, la fe y las creencias religiosas son un acto libre, voluntario e íntimo, donde el ser humano, el creyente, encuentra un punto de comunión con su dios, cualquiera que sea, y con sus amables intermediarios: los santos.