Por Alejandro Ordóñez
1. La estancia en la casa colorada de Coyoacán fue grata, todos los días caminaban hasta la Plaza de la Concepción, ahí Diego jugaba con las Gran Danés y los demás se distraían viendo a los insectos, deleitándose con los colores y los aromas de las flores, las señoras se sentaban en una banca a conversar, y después proseguían su camino a la iglesia del mismo nombre. Ambas, dijo doña Marina, las había construido Cortés para satisfacerle sus caprichos, así como lo había hecho también con la casona. Quiero una casa colorada, le dijo, una gran casa rodeada de jardines. Y Cortés accedió, tal vez en pago de los servicios invaluables que recibió de ella, desde que le fue entregada. Había que entenderlo, no sólo fue su traductora, Santiago recordó los consejos que le daba a su amo, la información sobre las creencias, usos y costumbres de los indios. Era ella la que mejor entendía y transmitía las emociones y las pasiones de su señor. Era tanta su vehemencia que los propios capitanes no sabíamos, dijo, si los indios obedecían a Cortés o a ella. Le temían y la reverenciaban, la llenaban de elogios y de regalos. Durante los largos parlamentos que sostuvieron con los emisarios de Motecuzoma, llegaba el momento en que parecían ignorarlo a él y dirigirse respetuosamente a ella y Malitzin, ¿cuántas veces sin consultar daba enérgicas respuestas a esos pobres hombres que la veían atemorizados? Sí, dijo Diego, tenía la misma vehemencia, carácter y determinación que su amo y que ninguno de los capitanes poseíamos. Cuando los emisarios afirmaron que Motecuzoma no los recibiría en Tenochtitlan, montó en cólera y les dio tamaña reprimenda hasta que Cortés intervino conciliador. Formaban una mancuerna estupenda, sin ponerse de acuerdo se entendían y si ella era la mala, cuando la cuerda se tensaba demasiado, él conciliaba; pero si Cortés gritaba enfurecido ella les hablaba dulcemente como lo haría una madre a pequeño hijo, los consolaba y les pedía se fueran tranquilos, pues abogaría por ellos y convencería a su señor para que los perdonara. Sí señor, contestó Santiago, Malintzin y Malinche, una mancuerna invencible.
No entiendo, continuó Santiago, cómo queriéndola tanto no la hizo su esposa y permitió que la poseyeran otros hombres, yo habría muerto de celos. La quiere tanto, Diego, que aquella noche aciaga de junio dispuso que en la retirada ella fuera en su mismo grupo, donde lo acompañaban Cristóbal de Olid, Diego de Ordaz e otros notables capitanes y antes de iniciar la marcha ordenó a me poner en concierto a treinta rodeleros de los nuestros y a trescientos tlaxcaltecas para que cuidaran de ella y de otras nobles aztecas, pero tengo para mí que todo lo hizo pensando en doña Marina. E cuando llegamos a donde llámanle Popotla y se sentó al pie de aquel majestuoso ahuehuete, ordenó a me buscarla e cuando díjele que estaba a buen recaudo esbozó una sonrisa e las lágrimas escurrieron por sus cachetes y mojaron sus barbas…
2. Desde su llegada doña Jimena parecía buscar algo con la mirada, se fue mezclando entre los hombres hasta llegar donde se reunían las mujeres que acompañaban a la tropa. De pronto vio algo que le produjo un profundo desagrado, sus ojos se llenaron de lágrimas que incapaz de contener limpió con un pañuelo, frente a ella estaba un costal de huesos, piojosa, mugrosa en grado extremo, vestía un huipil que alguna vez fue blanco y adornado con coloridas flores pero que ahora parecía una garra inmunda, apestaba a distancia por la falta de un buen baño y una muda de ropa limpia. El frío viento que bajaba de la montaña la hacía tiritar y su mirada altiva, perdida en ese momento, no se separaba del suelo. Doña Jimena corrió a abrazarla, se quitó la capa y tapó con ella a la mujer. Señora, mi señora, repitió con voz que se quebraba por la emoción, que gusto volver a veros, permitidme mi señora, y la mujer altiva, la que ni siquiera lloró cuando de niña se la llevaron de esclava, ni cuando fue regalada a Cortés en aquel día que ahora se antojaba tan lejano, venció su vergüenza y se dejó querer; y aquella mujer por la que los indios conocieran a Cortés como Malinche, por ser el cautivo de doña Malintzin, la que imponía más respeto y miedo que el mismo capitán general, se quebró en lastimosos sollozos y agudos espasmos por el llanto. Señora, dijo, mi señora, ved nada más como me habéis venido a encontrar y doña Marina se dejó llevar cariñosamente hasta la yegua morisca donde fray Agustín aguardaba para cargarla delicadamente y montarla en ancas…
3. Cortés abrazó a don Santiago y agradeció la hospitalidad de doña Jimena, gracias a ellos su tropa recuperó la moral perdida y dejó de ser una gavilla de andrajosos para convertirse nuevamente, al influjo de la voz de su capitán general, en un ejército vencedor. Colgada del brazo de su marido los vieron perderse rumbo al camino que los llevaría hasta lo que un día fue la orgullosa ciudad lacustre, hoy convertida en ruinas, como su propio conquistador.
¿Qué iría pensando Cortés mientras se encaminaba al sitio de su más grande triunfo? Tenochtitlan, de donde quizás no debió salir jamás, pero su sed de gloria, de poder y de riqueza fueron superiores a sus talentos, que fueron muchos y muy variados. No se volverían a ver. En ese momento lo ignoraban, pero los idus de marzo llegaban, estaban encima y no importaría que don Jacob, a la manera del vidente -que dijera Plutarco- lo advirtiera. Habían terminado los días de gloria para ese émulo de Julio César y pronto los amigos dejarían de serlo y serían pocos, muy pocos los capitanes que seguirían siéndole fieles. Sí, los idus de marzo habían llegado pero no terminaban aún, pronto sería sometido a un juicio de residencia porque como antes lo hiciese su gloria, ahora crecían con desmesura su mala fama y crueldad. Pronto le arrebatarían la gubernatura de la Nueva España y en su lugar llegaría un advenedizo, nada importaría que el susodicho, Luis Ponce de León, muriera dos días más tarde, pues pronto nombrarían en su lugar a Alfonso de Estrada y Gonzalo de Sandoval, poco más de un año más tarde Carlos I instituiría el sistema de audiencias con facultades de gobierno y de carácter judicial en toda la Nueva España, al frente de la cual quedaría su enemigo Nuño de Guzmán. También lo aguardaba el juicio de residencia donde le fincaron todo tipo de crímenes horrendos, entre ellos los de la Marcaida, Cuauhtémoc, el señor de Tacuba, las masacres de Tenochtitlan y Cholula; promiscuidad al haberse ayuntado con todas las indias que fueron víctimas del voraz apetito de su libido insaciable; robo a la corona, y hasta del mismo oro que por derecho correspondía a sus soldados. En fin, los demonios andaban sueltos pero ellos lo ignoraban aún. Sí, colgada del brazo de su marido los vieron perderse por los extraños caminos de la historia; él, sobre brioso caballo; y ella, caminando siempre fiel ligeramente atrás de su capitán, pero más que nada de su hombre… No volvieron a saber de ella, ni siquiera los grandes historiadores se atrevieron a decir dónde y cómo terminó su tránsito humano. Sin sepulcro conocido donde se pueda ir a honrarla, quizás fuera mejor pensar que no habría existido sepultura capaz de contenerla, ella, un espíritu libre, una mujer que contribuyó grandemente a la conquista, se habrá ido como llegó: caminando, porque dicen que su muerte obedeció en buena medida al agotamiento que le causó la fracasada expedición a las Hibueras y es que para ella no hubo cabalgadura ni quien pensara siquiera que dados los servicios prestados bien la merecía. Lo suyo fue el mestizaje, la mejor herencia que podría habernos dejado. El advenimiento de una nueva raza. Lo nuestro fue y sigue siendo el odio inexplicable, la incomprensión, el desdén, quizás un desprecio ancestral hacia lo que ella representa… nuestra sangre, la herencia india que muchos llevamos y no terminamos por aceptar.