Por: Griselda Lira “La Tirana”
Tsïtsïki urápiti, xanchkare sesï jaxeka, ka xamare p’untsumeni jaka
Ji uerasïnga sani, ka chanksïni nona miríkurhini ia.
Tsïtsïki urápiti, xanchkare sesï jaxeka, ka xamare p’untsumeni jaka
Ji uerasïnga sani, ka chanksïni nona miríkurhini ia.
Asï jamu ueráni, asï jamu k’arháncheni, nokeni jurájkuakia…
Ji uerasïnga sani, ka chanksïni nona mirikurhini ia
Asï jamu ueráni, asï jamu k’arháncheni, jikeni eróntaakia…
Ji uerasïnga sani, ka chanksïni nona mirikurhini ia
Marcela se fue alejando de mi poco a poco, así como el agua que se consume; en mi pueblo dicen que se va hacia el fondo y nadie puede encontrarla porque la tierra se la traga; no es que se acabe, es que se aparta de aquello que no sabe corresponder sino consumir.
Otrora veíamos a los pescadores extender sus redes y la brisa del atardecer nos bruñía las sonrisas propias de la juventud; ahora, veo a la gente caminar desolada sobre la tierra entre Pátzcuaro y Janitzio. Marcela murió durante la pandemia y no pude despedirme de ella porque acostumbré mi calendario a posponer todo aquello que yo creía me quitaría esa preciada libertad que más bien era esclavitud.
Mi ego académico era más grande que yo, mi madurez, era la de un preadolescente.
– ¿Y los peces?
– Desaparecieron.
Nos conocimos mientras realizaba un trabajo de campo en Michoacán, ella era estudiante de Economía y yo, de Arqueología. Los años ochenta fueron grandiosos para definir mi supuesta rebeldía en contra del capitalismo esquizofrénico, pero con el pasar del tiempo, me convertí en su víctima, soy un enfermo de erosión espiritual pero mi soberbia me impide aceptarlo; de acuerdo con mi mediocre pensamiento, otros deben resolver la destrucción que ocasionaron.
Siendo un arqueólogo famoso en Europa y en Estados Unidos no entendía el reto que la vida me ponía enfrente, mi propio país que me dio tanto, se estaba desmoronando como las ruinas de Tzintzuntzan.
No fue casualidad que llegara hasta mí por manos de una estudiante, la noticia de que la universidad estaba desapareciendo en el abandono; sin presupuesto, consumida en el olvido como el Lago de Pátzcuaro o mi Marcela enamorada; así que comencé a despotricar en contra del gobierno mexicano, sus leyes, los sindicatos, los grupos de choque y las excusas que pude encontrar dentro de mis ideologías para evadir con ego e indiferencia que a México lo hacemos los mexicanos y que en algún punto del planeta otro mexicano extraña sus raíces.
Recordé a Marcela y nuestros sueños de juventud; las canciones de Silvio, de Serrat, de Amparo Ochoa, los textos de aquellos escritores a quienes admirábamos; y demasiado tarde me di cuenta del devoto amor que aquella noble mujer me profesaba. Mi tierra tenía sed de Marcela, de sus ojos grandes y su voz tierna que me traspasó el alma la primera vez que la escuché cantar una pirekua.
Enfrenté mis miedos y al día siguiente hice una mochila para visitar mi alma mater.
Efectivamente, ya no era la misma, era una anciana abandonada por sus hijos ingratos, quienes después de quitarle todo, hasta el llanto, la olvidan en medio de los juicios y las quejas. Era una institución erosionada por la falta de amor.