Por: Mónica Teresa Müller
“Hay grandes viajeros que nunca han salido de su barrio y turistas que han recorrido el mundo sin por ello ser viajeros”.
Fernando Sánchez Dragó
El barrio es pertenencia y desde él, podemos ser viajeros porque nos permite soñar y hacer realidad hasta lo imposible. Los barrios son portadores del deleite que nos hace partícipes de alegrías y dolores que son de otros, pero que también nos pertenecen al estar bajo el hechizo solidario y carismático.
Las miradas y los sentimientos abarcan el espacio, disfrutan y se conduelen; tienen la capacidad de centrarse en observar acontecimientos diarios que podrían pasar desapercibidos por los que ignoran, qué es pertenecer a un barrio.
Todas las mañana, Beto abre su almacén “Las Hermanas”. Lo primero que hace es preparar los restos de facturas, trozos de pan del día anterior y galletas rotas de las cajas. Corta todo con minuciosidad. Su tarea es similar todos los días. Seis y veinte saca el cajón de bebidas gaseosas y lo coloca a modo de banco en el escalón que separa la recova del Mercado con la vereda. Desparrama el contenido del envoltorio que preparó, sobre la calle junto al camino de la plaza en la que aún guardan los verdes las gotas de rocío. Beto regresa al interior del local en busca de la pava y el mate, su infaltable desayuno. Dispuesto a disfrutar de unos amargos, se sienta sobre el cajón y comienza el encanto.
Las palomas residentes del barrio acuden al encuentro. Una melodía imperceptible da vida al juego de las migas que giran en el aire y caen cabeceadas sobre el asfalto, mientras revolotean impulsadas por los picos en el intento de cortar los trozos más grandes. Quizá pretenden pellizcar el espacio y crear un sonido diferente al concierto matinal. La brisa de la plaza confabula y mece las hojas de los árboles, que se suman a la melodía.
Las patitas de las aladas no dejan de moverse, ninguna paloma se roza, cada una busca una miga como si desde un principio le hubiese sido destinada. Están las enamoradas que juntan sus picos y se prometen amor.
Hay una paloma que, por instantes, baja del cordón de la vereda, picotea una que otra miga y se desplaza por sobre el pasto de la plaza aún ensombrecida. Es un macho. El cuerpo robusto curva su pecho en notoria soberbia.
Un auto se acerca desde la Avenida y enfila hacia la galería de negocios. Es el invasor del territorio que les pertenece. Ellas se sorprenden. La melodía de las alas al chocar con el aire se apropia del entorno, que recibe alguna que otra pluma como trofeo del vuelo.
Las palomas todas, dan un giro en bandada; mantienen el ritmo y se posan sobre el borde del alero del Mercado. Otean, desean que la calle quede vacía para ellas.
El sol asoma por entre los edificios de la Avenida con vergüenza. Las nubes avanzan a lo lejos para imponer su presencia en el barrio, el que comienza la mañana con olores a verdes perfumados, con melodías de pájaros que mantienen sus nidos en las cercanías. El barrio que sabe de dolores y de alegrías; el que nada ignora y, a veces, también calla. Es el lugar al que siempre se regresa.
El Mercado recibe a los vecinos y abren sus puertas los negocios. Beto saluda a los clientes y mira a las amigas aladas que no bien terminan el festín, se alzan a la ruta aérea del retorno a los nidos. Algunas llevan alimento a sus pichones, otras viajarán sin apuro por el barrio. Beto las observa. Una nube ondulante deja a su paso la nostalgia de la despedida y la reconfortante noticia de saber, que mañana volverán