Por Griselda Lira “La Tirana”
Es mi primer día en Belén, evidentemente, estoy aterrada, porque se cuentan historias terribles de este lugar, pero qué es más trágico sino ver a México caer en las manos de un dictador terco e infame.
– ¿Traes cigarros Güera?
– No fumo.
– ¿Por qué llegaste aquí?
– Porque me enamoré de un periodista que escribe en contra de Díaz.
– Muy común, esos cabrones escritores la llevan a uno a los extremos de la vida y después, desaparecen cuando el amor toca la puerta.
No respondí, me puse de pie y me cubrí el rostro con la vergüenza propia que cargamos las mujeres desechadas, las viudas, las divorciadas, las solteronas, las pobres, las putas y las olvidadas por la hipócrita sociedad porfirista que tal parece, amenaza a toda la historia de este país.
Cuando mi esposo murió, mis hermanos me dijeron que debía “rascarme con mis propias uñas” porque ellos no estaban dispuestos a mantenerme. Mi marido era un militar honorable que había luchado en la Batalla de Puebla bajo las órdenes del general Zaragoza, era veinte años mayor que yo y mientras tuvo poder, nos mantuvo a todos en la familia.
Mis hermanos eran ingratos, de lengua muy larga y de memoria muy corta.
– ¿Qué piensas Güera? Andas muy callada, llégale, conseguí sotol.
– ¿De dónde lo sacaste?
– De mis contactos en la cárcel.
Sotol, la bebida de mi gente. Heriberto quedó de sacarme de la cárcel moviendo sus contactos en la política, pero pasaban los días y yo me hacía más hosca, más rebelde, más canera.
– Güera, te manda decir el Mocho que, si te avientas un brinco con él, te trae a tu periodista.
El Mocho era un guardia que pagaba muy bien las visitas íntimas, él se quedaba con un porcentaje, pero garantizaba las ganancias limpias en todos los sentidos; los mejores clientes eran los militares jóvenes porque llegaban con la inocencia de una virgen y el miedo de un conejo ante su depredador. Temblaban cuando los desarmaba.
Qué podía perder esta mujer cuando ya se había convertido en un desecho social.
Me arreglé lo mejor que pude; Lupe me facilitó sus atuendos de meretriz, ella era una gran mujer, yo la admiraba porque siempre encontraba motivos para estar feliz a pesar de estar hundida en tanto sufrimiento. Me arregló mi cabello, me dio un beso en la frente y me dijo,
– Me tienes que sacar de este pinche infierno Güera, si nos vamos, nos vamos juntas.
Y así fue.
Conseguí por tres visitas que el Mocho me trajera “El Demócrata”, periódico a donde Heriberto escribía cada semana; poco a poco me fui ganando la confianza de la guardia en la sección de visitas íntimas, mi mejor cliente era el coronel Santaella.
– Muy bien Güera, no te preocupes; me has tratado como a un rey.
– Gracias coronel. Solo eso le pido a su merced.
– Concedido.
Santaella era un caballero, me besó las manos y me otorgó su lealtad hasta el día de hoy en que escribo este testimonio, fue por él que yo logré salir de la cárcel y fue por ese valiente coronel que abandoné a Heriberto.