Por: Mónica Teresa Müller

 

“Nadie es tan tímido que no prefiera caer una vez, a estar siempre en suspenso”. (Séneca).

La vio bajar por la escalera del subte y la siguió entre la gente que se dirigía a la plataforma para subir a la formación cercana. Él también bajó. Comenzó a caminar por el andén. La mezcla de cabezas, lo confundió. “Cómo me late el cuore, mama mía”, se dijo. Hacía un mes que la morocha lo había embrujado, porque consideraba que eso había pasado. “El amor, el puto amor te tiene enganchado.”, lo cargaba su amigo, cada mañana. Pero su timidez, amén las consultas a su psicólogo, no había mermado.

No bien subió, ella se había sentado junto a un tatuado. Tenía la mirada perdida hacia la oscuridad del exterior. Se acercó y casi junto a ella, las carpetas que llevaba la rozaron y se sobresaltó.
Ambos subían a la misma hora en la estación Tronador y bajaban, luego de cinco estaciones, en Carlos Gardel. Todos los días el recorrido los llevaba al Abasto Shooping del barrio de Balvanera, que ocupa el edificio que había sido Mercado de Abasto Central de frutos y verduras de Buenos Aires declarado Patrimonio de la Ciudad.

Ella lo miró, pero con la mirada dispersa. La odió. Por lo menos se hubiera quejado, pero así, comportarse como si él no existiera, lo descolocó. Bajaron. Dejó que por ese día, ella pasara a un impasse de pensamientos.

Santiago ingresó a su local de indumentaria dispuesto a priorizar el trabajo. Caminó con cierto desgano. La situación económica no estaba bien, pero sabía que no valía nada detenerse en cuestionamientos inútiles, haría hasta lo imposible para no dejarse ganar por lo negativo. Frenó el andar junto al espejo del local y giró el cuerpo. “¿Soy tan horrible para que la morocha no se digne mirarme?”, pensó. Hizo un gesto con la mano como para descartar preocupaciones y se concentró en la tarea de acomodar algunas prendas en la vidriera.

Ella sabía que él la miraba. Desde hacía dos meses trataba de apresurar el paso e ingresar al subte primero y sentarse rápido en un asiento a compartir, pero con uno ocupado, no sea cosa que él se ubicara a su lado. Miraba el vidrio de la ventana, pero no estaba interesada en mirar a la nada de la oscuridad, lo observaba en el reflejo. No podía darse por enterada. Su amiga le había aconsejado: “Hacete la boluda, que el tipo piense que le importás, nada. Vas a ver que tratará de buscarte con insistencia”. Nancy supo que su amiga era una sabia porque acertaba en lo que le decía. Al mismo tiempo deseaba que él le hablara directamente, que no diera rodeos, que fuera directo al punto.

Al final de ese primer mes, Santiago decidió aguardarla en el ingreso a la estación Tronador, justo a la bajada de las escaleras. Se paró junto a la vitrina en el centro del lugar. Cuando vio que llegaba Nancy, se acercó para recibirla. Puso un brazo sobre el hombro de la morocha y le dijo: “Me gustás, y si espero para decírtelo voy a ser el segundo en ocupar la vitrina. Ella lo miró con alegría y apoyándose en el pecho del hombre, confesó: “Vos también me gustás y mirá lo que se te ocurrió, sos un genio”.

Dentro de la vitrina está el caparazón de un gliptodonte, que data de hace veinte mil años, hallado cuando se realizaron las excavaciones para la construcción de la línea B de subterráneos de la Ciudad de Buenos Aires.