A la memoria del profesor
Bartolomeu Dalmaux.

Por Alejandro Ordóñez

Termina la era glacial, el verde cinturón de vida comprendido entre los Trópicos de Cáncer y de Capricornio se ensancha, la cultura y el progreso florecen una vez más, la humanidad recupera y vuelve a habitar zonas que le pertenecieron antes; los enormes casquetes polares inician su largo proceso de deshielo, el nivel de los mares está en ascenso y al transcurso de los años las ciudades costeras desaparecerán, un nuevo período de calentamiento está en marcha, no olvidemos que el planeta está vivo y cumple sus ciclos con puntualidad, afirma el profesor Dalmaux. Fin de la conversación, cada uno vuelve a sus tareas: descifrar, entender alguna expresión, al menos una palabra de esos vetustos pergaminos, tablillas de barro o quebradizos papiros descubiertos por el ilustre maestro, en las inmediaciones de la gran pirámide o protegidas en ollas de barro resguardadas en apartadas grutas, en los que se habla o insinúa la existencia de una poderosa nación desaparecida misteriosamente, siglos atrás.

Treinta años dedicados al gran proyecto de su vida, poco le ha importado dilapidar su fortuna en pos de esa hazaña, encontrar la capital del imperio más grande del que se tenga noticia, para desvelar sus secretos y desentrañar sus misterios. Domeñaron a la tierra, a las aguas, al aire y hasta a algunos de los cuerpos astrales que se vislumbran por las noches en la bóveda celeste, aunque hasta en ello exista confusión y los textos ancestrales -disponibles- se contradigan, algunos aseguran que fueron capaces de viajar a través del espacio, pero otros creen que provinieron de otros planetas; los hijos de las estrellas, los llamaron, y supusieron que a eso se debía el desprecio con que trataron a las razas humanas, a las que esclavizaron o destruyeron -con lujo de crueldad-, mediante el empleo de armas nunca vistas, antes… ni después; pero el que a hierro mata, a hierro muere, algunos papiros afirman que del espacio llegó un enemigo más poderoso al que le bastó una noche o minutos -tal vez-, para exterminarlos, sin dejar rastro de su gente, ni de sus ciudades.

En ese mar de confusiones y contradicciones, algo quedó claro, la capital del imperio debió ubicarse al Noroeste del Océano Atlántico, así que el maestro Bartolomeu Dalmaux hace los preparativos para el viaje; reúne a jóvenes científicos y adquiere una fragata con tres mástiles, de los que cuelgan orgullosas velas cuadras capaces de soportar el largo viaje que habrán de emprender; por fin, una mañana de otoño zarpan hacia su destino, a donde llegarán dos meses después. El paisaje es desolador, ni una casa o ser humano, sólo nieve y hielo enceguecedores los aguardan. Sin darse por vencidos y contra toda lógica se dirigen al Norte, sin apartarse de la costa; por fin ven a lo lejos una columna de humo, se enfilan hacia ella, aparecen algunas casuchas miserables, luego gente menesterosa corre hacia la playa haciendo señas y grandes aspavientos, como si fueran náufragos en espera del rescate. Fondean cerca del sitio donde rompen las olas y en un batel reman hasta llegar a tierra firme.

El encuentro es desastroso, los naturales del lugar visten con pieles de oso o de lobo, de seguro mal curtidas porque apestan horrible y su aliento huele a pescado podrido. Del lenguaje, ni qué decir, durante las semanas que dura su estancia son pocas las cosas en que pueden entenderse, por supuesto ni pensar que en su mente logren imaginar a qué se refieren los extranjeros cuando preguntan por extraños seres venidos de otros mundos, o por vestigios de casas o templos milenarios, lo más que logran es ser llevados a unos elevados riscos que escalan no sin grandes riesgos y fatiga, donde se hallan los nidos de una colonia de enormes aves. La primera noche es de terror, han terminado de cenar, están sentados alrededor del fogón haciendo los honores a un licor que sabe a rayos; el jefe de esa tribu, de esa gen, o de ese clan, llama a las mujeres, se acercan sonrientes, los miran provocativas, coquetas, seductoras. Voltean a ver a sus maridos que las animan con señas, aspavientos y voces cariñosas. Creo, dice el profesor, que quieren, que nos están ofreciendo, que… cómo decirlo, me entienden, ¿verdad? No maestro, por favor explíquenos. Para entonces ellas, ante la timidez de los exploradores y animadas por sus hombres, toman la iniciativa, cada una escoge al joven que más le agrada, lo toman de la mano, hacen a un lado las pieles que utilizan como puerta y se pierden con rumbo a otras chozas. Los miembros de la expedición que no alcanzan pareja se ven y carcajean, nerviosos; el maestro se pregunta si lo hacen por envidia o con alivio.

A la mañana siguiente nadie menciona lo acontecido, todos se comportan como auténticos caballeros de los cuales sólo se espera discreto silencio. Dentro de todo, la estancia es productiva, los botánicos toman ejemplares de la flora local, los zoólogos llevan consigo algunos huevos con la intención de incubarlos al volver a casa; los ilustradores dibujan lobos, tigres de las nieves, y hasta a una enorme osa polar acompañada de su osezno, los geólogos estudian y toman muestras de las capas geológicas, en las que hallan fenómenos extraños cuyo pronóstico final deciden emitir hasta hacer un estudio más profundo, pues se declaran desconcertados; los médicos anotan las medidas antropométricas de aquella gente. A pesar del impedimento del idioma, las mujeres se las ingenian para pedir -como regalo- un dibujo del hombre que, que… las acompañó esa y otras noches; se aprovecha la ocasión para dibujarlas también a ellas, como obsequio para los apuestos galanes que pusieron en alto la capacidad amatoria de su raza. La despedida es triste; ellos agitan los brazos, desde la fragata; ellas, paradas en la playa, hacen lo propio con trozos de tela.
Tal vez siguiendo una corazonada Bartolomeu persiste en su idea de continuar hacia el Norte. Tras semanas de búsqueda infructuosa y dado que las condiciones climatológicas empeoran, dan por concluida la búsqueda y se preparan para el regreso, a pesar de que eso significa el fracaso de la expedición, pues no hallaron rastros de esa civilización perdida. Los marinos inician las maniobras, Dalmaux pide a gritos que aguarden, trepa por la escala de cuerdas -como lo haría un mozalbete-, hasta la canastilla ubicada en lo alto del palo mayor. El carajo, le dicen. Algo ha llamado su atención, apunta el catalejo, ve a lo lejos un objeto de color verde que resalta entre la blancura y el brillo de ese hielo eterno. Dejan la nao surta en las inmediaciones y suben a los bajeles. Llegan hasta esa lengua de metal, de color verde; es cobre, dice el metalurgista. Empiezan a cavar. Es una antorcha, opina el dibujante, semeja una antorcha y la mano que la sostiene apunta hacia el mar, como lo hicieron los antiguos, con sus faros. Descubren un enorme brazo y la mano que sostiene aquella tea. La antorcha mide nueve metros, afirma el geólogo agrimensor. Siguen cavando, aparece una especie de diadema con siete picos, debajo de ella una serie de pequeñas ventanas y el fragmentado rostro de una mujer con labios gruesos y sensuales.

Lo que alguna vez fuera una estatua está hecha pedazos, hallan fragmentos dispersos en varios metros, muchos de ellos derretidos. Los metalúrgicos se ven en silencio y se rascan la cabeza. Este lugar se convirtió en el mismísimo infierno -informan-, debió ocurrir una explosión de proporciones imposibles de imaginar, el cobre sólo se funde cuando ha alcanzado una temperatura superior a los mil grados, la disposición de los restos hace pensar que el estallido ocurrió en el Oeste. Los geólogos hacen su tarea, abren ventanas al pasado, como les llaman a esos hoyos profundos que cavan, -como si se tratara de un pozo-, en los que encuentran abundantes restos de hierro derretido, -el cual sólo se funde a más de mil quinientos grados de temperatura-. En un radio de tres kilómetros hallan cristales rotos, accesorios de metal y cascotes de construcciones destruidas, todo envuelto entre gruesas capas de hollín y de cenizas. Pasados doce meses dan por concluida la investigación y con las bodegas cargadas con los materiales recolectados, enfilan hacia el Este.

Ciudad del Cabo, por fin de vuelta en casa, Dalmaux continúa trabajando con su equipo, aunque no deja de sorprenderles esas pequeñas protuberancias que aparecen en brazos o piernas de algunos de sus hombres. Durante meses conviven en el gran salón que les ha proporcionado la universidad. Para entonces los nódulos han aumentado de volumen, se han introducido en las entrañas de los jóvenes científicos, dañando sus órganos vitales y provocando la muerte de algunos de ellos. Los médicos bautizan a esos bultos de carne con el nombre de tumores. Los sobrevivientes del grupo se reúnen y ahí, en medio de las muestras, llegan a una conclusión. La expedición fue un éxito, encontraron la cultura a que se refieren los antiquísimos papiros, tabletas de barro y pergaminos. Aquella poderosa nación cuya crueldad los llevó a conquistar lejanos países y a masacrar a sus habitantes, misma que floreció y fue destruida antes del inicio de la presente glaciación; hará -digamos-, unos ocho mil años. Ese imperio que domeñó a las aguas, a la tierra y al mismo viento, que en su afán de poder y de conquista debió inventar un arma mortífera capaz de contaminar la tierra, las aguas y hasta al mismo viento, cuyo veneno sigue activo miles de años más tarde. Un arma mortal usada tal vez por poderosos enemigos o que detonó -por accidente- en su propio territorio y terminó con ellos. El profesor Bartolomeu Dalmaux limpió discretamente la sangre que asomaba por sus labios, palpó su crecido vientre, miró los montones de tierra y de cascajo que los rodeaban, comprendió que ellos mismos se habían encargado de llevar la ponzoña a su laboratorio, miró a sus muchachos y comprendió que todos estaban muertos.

Ciudad de México, mayo de 2024.