Por Mónica Teresa Müller
Despertó luego de una noche de pesadillas. La enfermedad de su marido y la convivencia con él, la preocupaban.
Olga llegó a la conclusión que no era menor tener un marido con capacidad diferente luego de un accidente y más si le sumaba una vieja adicción.
Era su último día de trabajo en el Hospital del Oeste, la jubilación le daría la oportunidad de probar otra manera de vivir.
No le gustaba el turno que le habían asignado en el hospital, pero de tal forma ella se liberaba algunas horas durante las que dejaba una señora que cuidara del hombre. Su marido había cambiado la piel, el hombre apacible, el ser considerado, se había transformado en el lobo que aguardaba la oportunidad para saltar sobre su psiquis con la aparente misión de destruirla. La silla de ruedas era la justificación que él esgrimía para que la mujer contuviera el deseo de respuesta ante sus bastonazos. El fresco de la madrugada se templó con los primeros rayos del sol. Los perfumes que poblaban la plaza, le aderezaron el día. Le gustaba caminar para relajarse; trabajar en un neuropsiquiátrico no era sencillo y tampoco su tarea de controlar una parte de la medicación del piso.
El día debiera ser especial, para su necesidad de seguir con ilusiones; ya no tendría que salir del trabajo con el temor de ser descubierta. Se sentía una ladrona servil de la muerte. No sabía dónde más ocultar las ampollas que se llevaba jornada tras jornada.
El portón de rejas por el que ingresaba el personal, estaba cerrado. Aguardó que la custodia le permitiera la entrada. Al observar el edificio del hospital, comprobó que durante quince años había transitado por el mismo camino, pero recién en ese instante sentía placer al ver que el sol acariciaba a los tantos vidrios de las ventanas sin postigos y luego chocaban contra las copas de los árboles que circundaban la construcción; se dio cuenta de que las estelas luminosas habían pasado tan rápido como su vida. Estaba ilusionada con su jubilación, anhelaba un cambio, nadie más que ella sería la hacedora de su propia justicia.
Desde el camino que la llevaba al edificio se podían ver cámaras, camionetas, reflectores, hombres y mujeres abocados a la tarea de filmación, recordó que era el primer día de rodaje de una película. En el segundo piso, Olga ingresó al cambiador. El uniforme de enfermera le adosaba una figura distinta. En el pasillo rumbo a la farmacia se multiplicaron los saludos mañaneros.
La droga recibida era nueva y su ingestión sin haberla mantenido en frío: mortal. Su interés había extractado el resultado de los informes del laboratorio canadiense. Olga retiró cuatro ampollas de la heladera y las guardó en un receptáculo apropiado.
_ Olga…- la voz de la jefa hizo que detuviera el paso- ¿Retiraste la medicación para el paciente de la catorce?
-Sí, ya se la doy.
Caminó hasta la habitación mientras apretaba la caja de las ampollas contra el pecho. El paciente estaba atado a la cama, preparó dos inyecciones y se las aplicó.
La última jornada le pareció interminable. Recorrió los pasillos, se despidió de cada compañero, dejó indicaciones a quienes la suplantarían, agotó sus fuerzas hasta el cansancio. Quería ver la filmación.
Ese día tenía que concluir diferente, el último de trabajo antes de la jubilación, ya no más hospital, ni enfermos, ni salir temblando, ni robar para él, no más vivir con miedo.
Faltaba media hora para que se retirara y aún tenía algo por hacer.
El corazón palpitaba acelerado, trató de controlarse. La mujer vestida de celeste se acercó sonriendo.
– ¡Hola tesoro! ¿Cómo te sentís en tu último día?
-Bien. Nos vemos el viernes en la cantina ¿No?- la voz de Olga se oyó apenas.
-¿Qué te pasa, a que ya estás extrañando?
-No, no es eso, por supuesto que las voy a echar de menos,-Olga pasó un brazo por la cintura de su compañera envolviéndola en un gesto de eterna amistad- como regalo de despedida me podrías traer dos flanes?
-Para vos cualquier cosa, vamos que te los doy.
La mucama retiró una bandeja y puso dos flanes del servidor rodante.
-¿Puede ser dos panes?- le preguntó.
La mujer asintió con la cabeza y colocó todo sobre la fuente.
Cuando Olga quedó sola, entró en una habitación desocupada y allí ahuecó los panes aún calientes, les quitó un poco de miga, luego buscó algo en el interior de su bolsillo y lo colocó adentro. Tenía que llegar hasta su bóxer para cambiarse.
Las cámaras de la filmación ocupaban gran parte del piso. Cuando vio a la primera actriz, detuvo la marcha, no se iba a ir sin un autógrafo. Colocó la bandeja sobre el marco de una ventana sin reparar que una piedra estaba atascada entre las guías de cierre. La caída de la bandeja fue vertiginosa. Olga quedó parada con el intento trunco de recuperarla. Quiso gritar, pero no pudo. La jubilación le empezó a pesar, había pretendido manejar a su destino. Vio como la bandeja giraba en su recorrido para ir a chocar contra los baldosas de la planta baja; allí quedaron los panes, junto a los vidrios rotos de las ampollas.