Por: Alejandro Ordóñez
Habían transcurrido algunos años desde aquella fecha gloriosa, el dos de enero de 1492 los reyes católicos entraban a Granada, dando por terminados ochocientos años de dominación árabe; y allá en lo alto de las alpujarras el rey Boabdil lloraba como mujer lo que no supo defender como hombre, según dijera su propia madre. Los jubilosos prestamistas judíos se preparaban para cobrar los réditos −al menos−, del cuantioso capital prestado, para la guerra, sólo que Fernando, viejo zorro en eso de escabullir el bulto tenía dispuesta otra salida. El 31 de marzo del mismo año 1492 publicaba lo que llamaron “Decreto de la Alhambra o Edicto de Granada” mediante el cual dispuso la expulsión de suelo español, de todos los judíos, a quienes se prohibió llevar consigo sus objetos de valor. Por supuesto hubo una salida, los que se convirtieran al catolicismo podrían quedarse en el reino y conservar su patrimonio; no obstante, un enemigo temible acechaba a los conversos: La Santa Inquisición. Era suficiente que algún vecino o malqueriente soltara un rumor: Fulano o zutano es marrano, delante de la gente finge su fe cristiana, pero ya en casa practica los ritos de su religión. Bastaban nimiedades o falsos testimonios para que esas pobres personas a quienes llamaban marranos, terminaran en la hoguera; sin embargo, algunos de ellos subieron en la escala social y política, ocuparon puestos en la corte y hasta en el alto clero, pues es sabido que hubo obispos, arzobispos, y dicen que hasta cardenales, conversos. En las finanzas basta citar a don Luis de Santángel, quien ocupó diversos cargos en la corte de los reyes católicos y fue el gran financista de varios de sus proyectos, entre ellos el primer viaje de descubrimiento, de Cristóbal Colón.
Lo que sigue es un fragmento de mi novela Real de San Miguelito Arcángel*
Pronto corrió la noticia, el inquisidor general tomó por asalto la casa de don Isaac y doña Judith, los padres de doña Jimena. Han derribado muros de su mansión y los acusan de herejes, llegó acompañado por los familiares -así llamaban a los hombres de ínfima categoría que trabajaban para la inquisición- golpearon los muros en busca de alguna habitación secreta; volcaron los libreros empotrados en la pared, destruyeron libros imposibles de reponer y cuando pretendían llevarse presos a don Isaac y a doña Judith llegó don Jacob. Les advirtió que el arzobispo de Toledo estaba avisado de ese atropello y él en persona se dirigía a Benavente; que, además, un emisario de la curia española partió con rumbo a Roma para poner sobre aviso al cardenal don Enrique Cardona y Enríquez, íntimo amigo de la familia y fiel testigo de su devoción cristiana. Don Fadrique, el inquisidor general parecía inconmovible, mas cuando escuchó las serias advertencias de don Jacob, pareció vacilar. Os advierto don Fadrique, dejad en paz a estos inocentes cristianos o ateneos a las consecuencias. Esbozó una sonrisa burlona pero al ver el gesto iracundo del doctor transigió de mala gana. Os doy setenta y dos horas exactas para que el arzobispo, el cardenal o el Papa -y soltó una carcajada- se presenten ante este santo tribunal y comparezcan en defensa de ambos herejes.
El juicio fue retrasado todo lo posible. Gracias a la intervención del arzobispo de Toledo los acusados lo enfrentaron en libertad. El Cardenal venía en camino desde la lejana Roma. Dieron inicio las audiencias.
Su usía, esta mujer quiere declarar. Se trataba de una mucama que trabajó al servicio de los padres de doña Jimena y fue despedida por robarse una valiosa joya que fuera propiedad de la madre de doña Judith. Hablad buena mujer. Gracias su excelencia, acuso a doña Judith y a don Isaac de ser marranos, fingen ser devotos católicos, pero en la intimidad de su casa siguen practicando ritos satánicos, propios de su religión. Tienen un cristo enorme clavado en una de las paredes de su habitación mas no lo tienen ahí para adorarlo y rendirle justa veneración. No, su excelencia, todas las mañanas, mientras la vieja se hinca en el reclinatorio, el viejo escupe desde lejos asquerosos gargajos verdes que se quedan en el pecho y hasta en la cara del crucificado y es muy de verse y de escucharse las carcajadas de ambos cuando el escupitajo se queda prendido y cuelga de las narices y hasta de los labios de nuestro Señor Jesucristo, muerto en la cruz para salvarnos.
Y la expresión de disgusto, de asco, de coraje se deja sentir entre la gente que llena la sala hasta que el letrado, un emérito decano de la Universidad de Alcalá de Henares -que fundara el insigne cardenal Cisneros-, pide la palabra. Mujer, ¿estáis segura de lo que habéis afirmado? Por completo, su excelencia. ¿Hay alguien más que pueda corroborar lo que afirmáis? ¿Un testigo que pueda confirmar vuestro dicho? No, su excelencia, la única que entraba en sus aposentos era yo, tienen prohibido que alguien más lo haga. Entiendo ¿Y qué sentís cuando limpiáis todas esas horrendas -imagino- mucosidades, que además han de oler feo? Horrible, su excelencia, es un hedor insoportable. ¿Y aun así los limpiáis? No, su excelencia, no me permiten hacerlo, les gusta verlos escurrir hasta secarse y caerse de viejos, es parte de su profanación a Cristo. ¿Y cuando están en el suelo? Tampoco, ahí se quedan por los años de los años. Muchas gracias buena mujer, agradezco su testimonio. Su excelencia, para que esta probanza pueda tener valor pido que dicte sus órdenes para que personal de esa honorable institución, -me refiero al insigne catedrático de química, de la Universidad de Alcalá de Henares y al ilustre notario aquí presente-, vayan conmigo hasta la casa de los acusados y den fe si lo afirmado por esta mujer es cierto. Aceptado, se levanta la sesión hasta que el notario y el facultativo rindan testimonio.
Que hable el notario. Su eminencia, en efecto, dentro de los aposentos de don Isaac y doña Judith se observa que en la pared que está frente a la entrada principal hay un Crucifijo de metro y medio de altura, la cruz es de madera de encino y la figura de Nuestro Señor está tallada en metal con baño de plata, de la revisión ocular se desprende que no hay mucosidades a la vista, ni en el crucifijo ni en el piso que lo rodea; habiendo pasado un paño blanco, lo único que encontramos fue una gruesa capa de polvo producto de las pesquisas realizadas por los familiares de esa institución. Entendido, que declare el catedrático universitario. Su excelencia, del análisis químico a que sometí la figura de Cristo no se desprende que haya habido corrosión producida por las sales minerales que contienen las mucosidades nasales, ni mancha alguna en la madera de la cruz o en el piso que haga presumirlo.
A esas acusaciones siguieron otras y a esas audiencias muchas más. Son judíos su excelencia, no comen carne de cerdo. ¿Qué dice el carnicero? La compran, su excelencia. ¿Y la cocinera? Gustan de ella, en especial de las chuletas. Las advertencias del arzobispo para que dejara en paz al matrimonio fueron desoídas por el inquisidor, sin importarle que de tenues rogativas pasaran a enérgicos reclamos. Era la audiencia final, de su resultado dependía el patrimonio y la vida misma del matrimonio, si las cosas se salían de control recibirían terribles tormentos, vejaciones sin fin y por último la hoguera. Llegó desde Roma el cardenal don Enrique Cardona y Enríquez, acompañado por el secretario del santo padre; también estaban presentes el arzobispo de Toledo, el duque de Gandía, y hermanos Jerónimos, deseosos de ver en qué pararía eso que ya era la comidilla del reino, pues eran sabidas la terquedad, la crueldad y la saña de don Fadrique, el conspicuo inquisidor. Antes de la audiencia el cardenal intentó hablar con él, pero éste se negó.
Aquí está la prueba, afirmó el diabólico ensotanado. Se puso de pie y exhibió, a la gente que llenaba la sala, un libro escrito en caracteres inentendibles. Encontramos esta prueba irrefutable en su biblioteca. Mire su excelencia, una biblia escrita en hebreo, y el voluminoso libro fue pasando de mano en mano. Es caldeo, lo conozco bien. No su eminencia, es babilónico. Como sea, son lenguas judaicas, todas las noches la leen, rezan con ella a su dios y con eso faltan a los preceptos cristianos. Con vuestro permiso, dijo el letrado, permitidme el texto. Lo revisó detenidamente, lo abrió al azar, se aclaró la garganta y con voz más propia de un actor que de un letrado empezó la lectura. Por supuesto nadie entendió, pero los rumores corrían por la sala. Es caldeo, te digo. Joder, que es babilónico, no seas necio.
El letrado detuvo su alocución. Señores ¿habéis entendido algo? No, por supuesto que no mi señor, son lenguas hebraicas prohibidas por la religión. Bien, dijo el insigne profesor, entonces os traduzco esto que se llama “Los bienes y los males” “Prevaliéndose de la flaqueza de los Bienes, los Males los expulsaron de la Tierra, y aquéllos subieron a los cielos”. ¿Escuchasteis? Génesis, Viejo Testamento, Adán y Eva. Hebraico puro.
“Una vez allí preguntaron a Zeus” –oíd, oíd, habla de dioses paganos- ¿“cuál debía ser su conducta con los hombres”? “Les respondió el dios que no se presentaran a los mortales todos juntos, sino uno tras otro”. Blasfemia, a fe mía. No los aburro más, dijo el letrado, habéis escuchado un fragmento de una fábula del célebre Esopo, quien vivió quinientos años antes de Cristo y el resto de las obras son las tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides, todas escritas en griego, cuyo alfabeto proviene del fenicio, del siglo IX antes de nuestra era. Para entonces las carcajadas eran incontenibles, lo mismo de los hermanos Jerónimos, que del pueblo llano, quienes sin saber bien por qué lo hacían, explotaron en una carcajada. El inquisidor lucía furioso. Se puso de pie el arzobispo, que era el alto clérigo más conocido por aquellos rumbos. Con tono enérgico pidió silencio, nos acompañan, dijo, el cardenal de España, don Enrique Cardona y Enríquez, el secretario del Papa Clemente VII y de parte de la corona los duques de Gandía. El secretario del Papa leerá un comunicado del Santo Padre. A nombre de su Santidad, dijo aquél, queremos agradecer el celo mostrado por don Fadrique, inquisidor de España, y como justo reconocimiento el Papa le ha otorgado nueva encomienda por lo que deberá partir de inmediato a Roma. Lo anterior ha sido comunicado a la reina, nuestra ilustre majestad, doña Isabel de Portugal, quien manifestó gran contento por ello e desea a don Fadrique éxito en su nueva comisión. Con carácter provisional, la Santísima Inquisición Española queda a cargo del padre Pablo, les ruego abandonemos la sala para que el tribunal delibere y emita su fallo.
¿Qué más decir? Ah, pues que don Fadrique argumentó que no podía irse así como así, necesitaba por lo menos una semana para dejar en orden sus cosas, pero a una señal lo rodearon unos tipos malencarados, ¿serían, guardias Suizos o de la reina, vestidos de civil? Como si fuera un criminal fue llevado a una modesta parroquia donde lo aguardaba un humilde curita de pueblo. Aún sin resignarse comprendió que no sería fácil salir, así fuera por algunas horas. Trató de corromper a los guardias que custodiaban la puerta de algo más parecido a una celda de monasterio que a una habitación, pero le fue imposible. No pudo dormir, le urgía estar por lo menos algunos minutos en su casa. Se aproximaba la madrugada, bajó el picaporte, la puerta se abrió sin problema. Se asomó tímidamente, en las paredes parpadeaban las teas. No vio a nadie, tal vez los guardias se habrían dejado vencer por la codicia y le permitieran salir, de seguro esperarían su regreso para cobrar el favor. Caminó por las calles oscuras, llegó a su casa, antes de entrar revisó con la mirada para ver si notaba algo sospechoso o que le llamase la atención, pero todo estaba en orden. La casa lucía tal y como la dejó, tan sólo brillaba la lámpara de aceite que la servidumbre prendía antes de retirarse a dormir. Encendió una vela, uno a uno fue recorriendo los salones, nada, todo en orden. Llegó a sus aposentos, entró, dio la espalda a la habitación para cerrar la puerta, escuchó entonces el saludo de una voz familiar: Shalom alejem, era don Isaac. La paz sea con vosotros, dijo don Jacob, hermano de raza, hermano de religión, aquí nos veis, estudiando La Tora -le mostró los rollos de pergamino que estaban sobre la mesa de trabajo- She Elohim ievarej Otja. Que Dios te bendiga hermano. Intentó regresar sobre sus pasos pero ya estaba ahí, cubriendo la retirada, fray Agustín. No temas hermano, no os ocurrirá nada, en el cuarto contiguo aguarda el notario de Villa Benavente, todo lo que pedimos es que firmes una declaración donde reconozcas que todos estos bienes -señaló una menorah de oro, una kipá y los rollos de La Torá- son tuyos y que aceptes tu origen judío, así como que sigues profesando la fe en Yahvéh. ¿Y si me negara? Yo que tú no lo haría, pero si insistes podríamos llamar al padre Pablo, no olvides que es el nuevo inquisidor general hasta en tanto se elija al definitivo, así que podría iniciar un juicio por herejía que el Tribunal de Santo Oficio vería con buenos ojos, en especial porque los hicisteis quedar como unos soberanos estúpidos. Nada más te vamos a pedir que decidas rápidamente porque en llegando la gente de la inquisición, estaréis perdido.
*Real de San Miguelito Arcángel, Novela antihistórica;
publicada por Amazon, en 2021, 331 páginas
Para Ruth Quintana, en pago de una deuda y para Paco Juliá