Por: Arturo Moreno Baños.
En un México mucho más inocente, como fue, de muchas maneras, el de esos lejanos años veinte del siglo pasado, Balmori se convirtió en una personalidad del mundo bohemio de la capital del país. Hoy, a casi cien años después, cuando se examinan las fotografías de aquellas fiestas, es inevitable preguntarse por qué nadie se daba cuenta de lo falso del bigote, de lo extraño de la vestimenta, de la finura de la mandíbula de Conchita Jurado. Tal vez se quería vivir de prisa, apurar el resurgimiento de una cotidianidad donde cada vez había menos guerra civil y más ganas de vivir. Tal vez, esa fue la clave del éxito de las balmoreadas.
Era atrabancado, pendenciero, mujeriego y explosivo. Lo mismo podía garantizar la eterna prosperidad para su interlocutor que amenazar con sumirlo en la más negra de las desgracias, si es que no lo mataba antes en un duelo. Le propuso matrimonio a docenas de muchachas que veían en él -chaparrito y no muy apuesto- el pasaporte directo a una vida de lujos inenarrables. Así era la fama pública de don Carlos Balmori, coronel de los tercios españoles, amigo íntimo del zar Nicolás II y del rey español Alfonso XIII; acaudalado industrial que fue personaje notable de los años veinte mexicanos, y que no cometió más tropelías porque su creadora, la anciana Concepción Jurado, que no vivía en un palacete de Coyoacán, sino en una vecindad de las calles de Cuauhtemotzín (hoy Fray Servando Teresa de Mier), pasó a mejor vida en 1931.
Pero sus fechorías; disfrazada con guantes, sombrero, enorme bigote postizo y aparatoso fistol con un enorme diamante falso; le permitieron remontar el olvido y todavía hoy se recuerdan sus hazañas: engañó y timó a generales y funcionarios, tiples y socialités, presidentes y policías. Para referirse a esa cadena de trampas delirantes, los involucrados inventaron un término preciso: balmoreadas.
Su tarjeta de presentación lo definía como “industrial” y se daba el lujo de tener dos secretarios particulares. Desde luego, sus oficinas estaban en el Edificio Balmori de la aún lujosa colonia Roma. Dueño de minas de metales preciosos y yacimientos riquísimos de petróleo y minerales, Carlos Balmori solía deslumbrar a sus víctimas con golpes de habilidad: se presentaba en automóviles lujosos –prestados por los cómplices– pero, excéntrico como era, a veces citaba a sus nuevas amistades en casas de barrios humildes, hogares de alguno de los “empleados” del extrañísimo personaje.
Cuidadosamente, Concepción Jurado había construido a su personaje: español, descendiente de la nobleza más antigua de su patria, Carlos Balmori tenía en su hoja de servicios tantas acciones valerosas en el campo de batalla, que se sentía con derecho a insultar y llamar, “gallinas”, como mínimo, a los oficiales del ejército mexicano –abundantes en aquellos años– que se habían ganado los grados en los movimientos revolucionarios.
Esa costumbre explicaba que Balmori estuviera dispuesto a batirse en duelo con el primero que desatara su impaciencia. El desafiado, un poco amoscado por la ira del español –que compensaba con gritos e improperios su baja estatura– ya se veía tendido en el suelo, con una herida mortal de sable o con un tiro en la frente, cuando Balmori empezaba a despojarse del enorme sombrero, se despegaba del rostro el enorme mostacho y aparecía una señora mayor, con el pelo recogido, que, con dulzura, le pedía disculpas por la broma, y le rogaba perdonase también a don Carlos, por mentiroso y malo.
Invariablemente, a la ira sucedía el desconcierto; la víctima, poco a poco se daba cuenta de que un grupo de extraños hábitos, encabezado por doña Conchita, lo había embarcado en una ruleta rusa emocional. Lejos de optar por el reclamo y la denuncia, el afectado acababa sumándose a la pandilla de “balmoreadores” –los que balmorean– y con todo gusto, aplicaba sus esfuerzos a conseguir nuevas víctimas para la siguiente jugarreta.
Balmori –o Conchita– recorrió con sus engaños todos los registros de la condición humana, y no se detenía ante la jerarquía o el poder de sus víctimas. Llevaba al extremo aquella frase, conocidísima en esos días, dicha por el general Álvaro Obregón –de quien se decía haber sido también “balmoreado”– según la cual nadie soportaba un cañonazo de 50 mil pesos. El dinero, tentación suprema, era el recurso que lo volvía respetado y aún temido, a pesar de su baja estatura, del abrigo o gabán, un tanto holgados, que jamás se quitaba; a pesar de que jamás se quitaba los guantes y de que siempre llevaba encasquetado un enorme sombrero.
Conchita Jurado murió en 1931; de toda su tropa de cómplices, solo cuatro, los más cercanos, la acompañaron al Panteón de Dolores. Al poco tiempo, una espléndida tumba de azulejos, donde se narran las hazañas de Balmori, se convirtió en testimonio de aquel extraño personaje de los locos años veinte que se refleja hoy en día en las mismas ansias de los mexicanos de obtener beneficios y poder; de tener un “padrino” que arrope en la impunidad, aunque pareciera que aquellos años ya pasaron.
¿Tú lo crees?… Yo tampoco.