Por: Mónica Teresa Müller

Un estigma la acompañó desde pequeña. Algo que estaba en ella y le causaba la sensación de haber vivido otra vida. A nadie se lo había contado, era un secreto cautivo entre sus emociones.

Por momentos le parecía soñar despierta sin poder esquivar pensamientos que le hacían daño y le producían palpitaciones que la llegaban a asustar. Entonces se protegía para salir ilesa, detrás de la hipocresía. Su familia adoptiva la había cuidado por demás. Habían intentado contarle lo poco que sabían de su llegada al mundo, pero ella no aceptaba saber. El amor con el que la cuidaban, consideraba que era suficiente. Una cosa quería saber y era sobre una mancha que tenía en el cuello y parecía secuela de una quemadura.

Marianela caminó por las calles del pueblo con la despreocupación como máscara. El viento enfriaba el rostro y daba la sensación de estar en vuelo.

A pesar del frío, la mañana soleada acariciaba hasta su sombra y le inoculó la energía que necesitaba. Pasó frente a la iglesia y se persignó. Necesitaba confiar y cargarse de ilusiones, de pensamientos positivos que le quitaran el vacío en el que le parecía estar.

— Chau, amiga hermosa.

Así eran la mayoría de los saludos, cálidos y con demostraciones de cariño. Por tal motivo, salía temprano de su casa.

—Hola, chicos- saludó al ingresar al café. Los cuatro compañeros se acercaron para abrazarla e iniciar el día con buenas vibras, cómo decían.

— Mari- dijo su amiga- pasó un año desde que comenzamos a trabajar aquí.

— Parece mentira, Lucy, corrieron los días, che.

— Compañerita, sigo envidiando tu tatuaje en el cuello. Lástima que en invierno no se puede apreciar. Los de las piernas están muy buenos, pero no me gustan tanto.

— Sos loquísima, amiga, mirá de lo que se te ocurre hablar y con el sueño que aún tengo.
La vida la premiaba. Los compañeros del café eran asombrosos y queribles. La joven acomodó las mesas que atendía y colocó sobre su ropa un delantal a cuadros, típico del lugar.

La clienta, primera de todas las mañanas, entró con los bolsos con los que acostumbraba llegar al café. Era de poco hablar. Su mirada inquisidora, muchas veces, le molestaba. Se sentaba en las mesas que le correspondían atender a Marianela.

— Buenos días señora- dijo la joven y le entregó la carta.

— Lo de siempre, un café con leche.
Sabía que para pagar, la mujer sacaba billetes de un bolsillo oculto en el pantalón que vestía a diario.

No bien le servía el café con leche, la clienta devoraba la galletita que como costumbre del local, acompañaba el pedido. A la mesera le apenaba ver la situación y sumaba, sin que la autorizaran, un pequeño alfajor.

— Gracias, señorita. La verdad es, que hasta que venda alguna de ésta ropa usada que juntan para regalarme, no puedo comprar para comer. Reservo para beber aquí el café con leche y poder estar, aunque tan solo sea una horita, cómoda y tranquila sin que me echen, en un lugar con aire en verano y calentito en invierno. De nuevo le agradezco.

Marianela enmudeció. Una sonrisa, mezclada con asombro y pena, fue la respuesta. Poco conocía de la mujer, pero recordaba que su tristeza había comenzado con la llegada de su primer bebé, una niña que había fallecido minutos después del nacimiento.
Solía atender a personas solitarias que esquivaban hablar y de otras buscaba escusas para llevarles el pedido con rapidez. Trataba de cumplir con su tarea, primero por ella para sentirse segura y segundo por el dueño del lugar, que merecía no se destratara a la clientela que había logrado acercar al local.

La mujer de las bolsas la llamaba. Se acercó a ella cuando la clienta se ataba el pelo. Marianela sintió que se mareaba. En un instante, se develó su otra vida. Al quedar el pelo atado de la mujer, quedó visible una mancha que parecía secuela de una quemadura.