Por: Alejandro Ordóñez

Esa tarde de verano, en plena canícula, cuando la calor arrecia y obliga a los hombres a cerrar los postigos de sus ventanas, Silvana, la hija casadera de doña Lucía cruzó las sofocantes calles del pueblo rumbo al almacén de don Venancio, único lugar abierto, ya que el hombre se negaba a cerrar a las horas de la comida y de la siesta, tal vez porque tenía tiempo viviendo solo, además de que parecía caballo percherón ya que podía dormir de pie y con los ojos abiertos, pues le bastaba bajar su boina hasta la altura de ese azotador que eran sus cejas y clavar los codos sobre el mostrador para desentenderse del mundo; por eso carraspeó varias veces antes de que el viejo notara su presencia. Vamos mujer, ni que estuviera sordo, te vi desde que cruzaste frente a la iglesia, ¿qué se te ofrece, vienes a pagar las deudas de tu madre?

Eran tiempos difíciles, la guerra civil golpeaba en todos los confines de la patria y la pobreza ancestral de aquella tierra alcanzaba grados de miseria. Silvana heredó de su madre, a más de su belleza y sensualidad, el oficio de costurera y el orgullo de su extranjería que la llevaba a rechazar las declaraciones de amor que le hacían los muchachos de su edad, por eso decían las malas lenguas que el día menos pensado la embarazaría un forastero, como sucedió con su madre que despreció a los jóvenes del pueblo y terminó entregándose a un viajante de comercio que le juró amor eterno y no volvió.

La joven dejó la canasta sobre el mostrador y balbuceó su parlamento: eran épocas difíciles don Venancio, la gente usaba la misma prenda hasta que se le caía en pedazos, pero estaban corriendo las amonestaciones para la boda de la hija del alcalde con un mozo de la capital y serían ellas quienes coserían el vestido de la novia, de su madre y de las damas; en cuanto recibieran el anticipo pagarían sus deudas; puso su mano sobre el velludo antebrazo del gallego y mirándolo fijamente, musitó: será la última vez, se lo ruego. El viejo quedó pensativo, tal vez lo del vestido para la novia lo hizo recordar a su madre; hacía veinte años que había muerto, desde entonces vivía solo en el almacén. Su madre, pobrecita, toda su vida albergó la esperanza de verlo casado. No quiero irme sin verte acompañado, por eso había rogado que los viajantes de comercio que llegaban a ofrecer sus mercancías le llevaran magacines de modas dedicadas a las novias; así, se llenó de revistas con lo que dictaban las modistas para esas ceremonias, con las que alimentó su fantasía de ver casado al hijo, y aunque eran ejemplares de veinte años atrás era de esperarse que siguieran actualizados, pues es sabido que la moda se repite y se copia a sí misma. Don Venancio sonrió, tomó la lista y fue colocando en la canasta lo pedido, después clavó los codos sobre el mostrador y se le quedó viendo de tal forma que no supo si se habría quedado dormido; por fin, dijo: tengo en la trastienda unas revistas de modas, para novias, que fueron de mi madre, ¿os interesan, querríais verlas? Ella afirmó con la cabeza. Llegaron a la trastienda, la tomó por el talle y la sentó sobre unos sacos de granos para que aguardara mientras buscaba, hurgó aquí y allá, luego la vio fijamente; sin saber por qué, ni cómo, se arrodilló frente a la moza y empezó a acariciar sus manos entrelazadas -sobre sus piernas-, al hacerlo sintió la soledad en que vivía; recordó la insistencia de su madre para que se casara; pensó que no conocía el amor y el deseo lo agobió. Apenado, ocultó el rostro sobre los muslos entreabiertos de la joven; aspiró el aroma que empezaba a irradiar de aquel cuerpo; Silvana le quitó la boina; acarició sus cabellos; se dejó llevar por la fuerza del instinto, lo tomó por la nuca y lo apretó contra su vientre. Él la tomó por las caderas, aspiró aquel efluvio que exacerbaba sus sentidos. Don Venancio le acarició las desnudas pantorrillas, levantó el vuelo de la falda hasta dejar al descubierto dos muslos blancos que se agitaban como peces fuera del agua. Acercó su boca, libó la miel que escurría, luego fue quitando el obstáculo que los separaba, ayudado por ese movimiento de cadera -a derecha e izquierda-, que hacía Silvana. Sintió que el vello cortaba sus labios al explorar aquel pozo de pasión que iba develando sus secretos, mientras ella se mordía los dorsos de sus manos, incapaz de contener ese grito que brotaba desde el fondo de sus entrañas. Él, muy galán y muy torero fue harto caballero pues no la desfloró, sabía el valor que daban aquellos hombres rudos a la virginidad de una mujer y la desgracia en que caían éstas cuando no llegaban con esa condición al altar, además de que por su edad se sentía indigno de ella. Agotadas las ansias se volteó para no cohibirla mientras se vestía, le pidió que lo esperara en la tienda mientras hallaba lo prometido.

Cuando don Venancio salió la encontró acompañada por la esposa del alcalde y por sus criadas, dejó sobre el mostrador un atado con las revistas prometidas. Aquí tenéis, dijo, pero voy a ser claro, habréis de pagar un potosí, pues muy caro ha salido a los viajantes de comercio cumplir con vuestro encargo; en fin, aquí tenéis la última moda en vestidos para novias, de Italia, Inglaterra y Francia. Silvana cogió a tiempo aquel atado porque la mujer del alcalde estiraba el brazo para tomarlo, como comprendió que la joven no soltaría aquel tesoro, intentó comprarlo a como diera lugar, pero el gallego fue implacable, ni siquiera una elevada suma lo convenció.

Don Venancio supuso que no volverían a intimar; sin embargo, empezó a bañarse, a cambiarse de ropa y a afeitarse dos veces por semana. Regresó al almacén a la hora de la canícula, cuando la gente se refugia en sus habitaciones y cierra sus ventanas para impedir la entrada del sol, así que al amparo de miradas indiscretas rehízo el camino, ingresó al almacén y no necesitó hacer ruido para comprender que él, a pesar de su mirada fija, la estaba esperando; sin poder ocultar un gesto de ternura agradeció los magacines, gracias a ellos ahora venían a buscarla casamenteras y las familias de las quinceañeras de pueblos alejados, preguntó cuánto debía, él dijo: nada, eran revistas viejas y ante la falta de un tema de conversación le fue contando las fantasías de su madre y su sueño de verlo casado. Nervioso, sin saber qué decir se resignó a verla partir, pero la escuchó preguntar en tono cándido: ¿no tendrá otros en la bodega?; él, sin dejar de observarla dijo que no quedaba alguno; Silvana, sonriente, contestó: lástima, él asintió. Volvió a la ofensiva: ¿tendría en la trastienda algún género que pudiera mostrarle?; él, sudando a mares, dijo sí y le cedió el paso.

La sentó en una silla, descubrió algo que había pasado inadvertido la ocasión anterior. Se maravilló con el tamaño, la firmeza de los tejidos, el aroma y finalmente con el sabor de sus pechos. Lamentablemente no hay cura contra la envidia, la súbita prosperidad de Silvana fue mal vista por la gente del pueblo, inventaron que era amante de uno de los jóvenes, así que hasta las madres de los más modestos pastores y labriegos empezaron a vigilar a sus hijos, como si esos miserables pudieran ser los causantes de una bonanza ajena. Después sospecharon de los maridos y hasta de los abuelos. No faltó ocasión en que al oscurecer alguien se apostara cerca de su casa con la esperanza de ver entrar o salir a algún hombre, y así los sorprendía el alba

Don Venancio nunca fue más allá, Silvana no hizo preguntas, sólo aceptó su forma de amar; cada día estaba día más linda y sensual, era tan atractiva que los jóvenes y hasta los ancianos suspiraban al verla cuando se dirigía a alguna casa para tomar medidas de un vestido o una falda. Agotados los nombres de los sospechosos, como la guerra civil seguía y estaba cada día más próxima, inventaron que su amante era un oficial de los alzados o un viajante de comercio; a pesar de los chismes, no perdió la calma; sin embargo, no hay dicha perfecta, su madre murió una madrugada. Como es costumbre en aquellas comarcas, fue todo el pueblo al funeral y aunque el gallego mantuvo bajo control sus emociones, ello no impidió que Silvana recargara la cabeza en su hombro y llorara por más tiempo de lo que la prudencia aconseja. Concluido el novenario ella desapareció. Las suspicacias se multiplicaron, inventaron que en los últimos meses había engordado, por lo que al igual que le ocurriera a su madre, algún fuereño la embarazó y angustiada prefirió irse a vivir a otro sitio. No faltó quien dijera que había huido con el viajante de comercio o con un capitán de las fuerzas rebeldes y pronto regresaría para vengarse de las personas que la ofendieron. Don Venancio guardó silencio, si su pena fue grande la apuró solo, nadie imaginó su sufrimiento, aunque habrán despertado suspicacias su extrema delgadez y los cambios súbitos en sus costumbres, como eso de bañarse, afeitarse y cambiar su ropa a diario, o la de dejar abierta la puerta del almacén, por las noches.

Transcurrieron los meses, el cerco de la guerra se cerró en torno al pueblo. El colmo fue que una mañana apareció izada, en el asta de la plaza pública, la bandera de los rebeldes. El jefe de la guarnición dijo que estaban infiltrados, el alcalde ordenó detener a cualquier extraño que se viera merodear por los alrededores. Llegaron instrucciones del alto mando: el sargento que estaba al cargo de la guarnición tendría que poner a punto a su pequeña tropa. Los rumores eran cada día más alarmantes, el cura aumentaba la presión en sus sermones: si ven a alguien del pueblo hablando con algún extraño, ¡mátenlos a ambos! Una noche escuchó ruidos en la trastienda, percibió un aroma familiar que parecía venir de ahí mismo. Se acercó cauteloso, empujó la puerta y ahí, al fondo de la bodega, sentado sobre unos sacos de granos, descubrió a un alzado con la boina clavada hasta las cejas, una pañoleta cubriéndole desde el cuello hasta los ojos y un arma sobre las piernas. Se aproximó, se arrodilló y sin poder contener el llanto ocultó su cara sobre los muslos entreabiertos del rebelde, éste soltó el arma, le acarició el cabello, luego colocó sus manos en la nuca del viejo y lo estrechó contra su cuerpo, hasta que los labios se apretaron contra su sexo, empezó a mover la cadera de izquierda a derecha mientras el gallego le bajaba el pantalón y la empapada ropa interior.

Horas después, ya en la madrugada de esa noche ocurrió el asalto al pueblo. El destacamento, los civiles y hasta el padre dormían plácidamente. Nadie escapó, todo fue tan bien planeado y ejecutado que nadie tuvo tiempo para hacerlo. Antes de que saliera el sol los rebeldes terminaron su recorrido, casa por casa. En la pequeña plaza de armas amarraron al sargento, a sus soldados, y al alcalde; los juicios sumarios terminaron antes de la puesta del sol, los hombres que decidieron unirse a los rebeldes fueron obligados a cavar una fosa para los condenados. Fue una interminable noche en vela para el pueblo, las mujeres y los hijos de los prisioneros lloraron, suplicaron en vano, el tribunal que los juzgó no aceptó apelaciones. En la madrugada siguiente empezaron los fusilamientos; tres días más tarde llegó el ejército, buscaron entre sierras y cañadas. Nada. Los alzados habían desaparecido; semanas después, nadie podría creer que por aquel pueblo hubiera pasado la guerra. Fue durante la última noche del novenario rezado por las víctimas, cuando alguien recordó que nadie pronunció una oración, lloró o prendió una veladora por el alma de don Venancio; nadie recordó haberlo visto amarrado en la plaza de armas, ni a la hora de los juicios sumarios o los fusilamientos; las autoridades nombradas por los alzados se negaron a dar fe de su muerte. ¿Y si se hubiera escondido? Ese ladino era capaz de todo y no sería de extrañar que hubiera aprovechado alguno de los recovecos de esa antigua construcción; sin embargo, nadie quiso entrar de noche, prefirieron esperar a que fuera de día para ir a buscarlo. ¿Y si estuviera malherido? No, contestó alguien, habían pasado más de nueve días desde el asalto al pueblo, en caso de que por la gravedad de sus lesiones no hubiera podido salir, ya estaría muerto. Al día siguiente algunos voluntarios entraron a la trastienda del almacén y a las habitaciones del gallego; sólo hallaron marcadas huellas de botas de las que usaban los alzados, que terminaban frente a la revuelta cama del viejo y en medio de las sábanas una mancha de sangre.

La maledicencia de la gente creó una leyenda: alguien aseguró haber visto a Silvana la noche del ataque al pueblo; así, concluyeron que se trataba de una venganza por las injurias recibidas. Por lo que respecta a don Venancio, nadie fue capaz de formular una hipótesis razonable sobre su desaparición, aunque hubo quienes afirmaron que en represalia por haberse resistido a entregar el dinero que de seguro escondía en algún sitio de la bodega, fue herido sobre la cama y asesinado en pleno monte; que su cuerpo fue devorado por las fieras y en noches de luna se escuchan sollozos, lamentos y gemidos en la casa que nadie quiso habitar.

 

Montreal- Toronto- Niágara
Abril de 2006

 

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