Por: Mónica Teresa Müller

En las noticias y luego del mensaje del Presidente, todos se dieron cuenta de que la situación ameritaba cautela. No era un chiste de Benny Hill. “Quédate en casa” era el consejo. Un virus castigaba a la población mundial.

Clara vivía sola desde su cumpleaños número cincuenta, veinte años atrás. Había optado por tener un loro al que consideraba su terapeuta favorito.

El día número uno de aislamiento obligatorio, encarpetó papeles que ocupaban cajones en muebles de toda la casa. Cuando acomodaba joyas recuerdo de su madre, encontró el anillo con piedras preciosas, que significaba para ella más que un tesoro.

Entre mate y mate, Clara charlaba y cantaba con el loro. La casa era un PH al fondo con jardín y un ante patio reducido en el que no le faltaban las macetas con malvones. Así de sencillo o no tanto era el escenario en el que Clara pasaría unos días, a lo mejor “más de unos”.

Al cuarto día había acomodado todo. La vajilla lució impecable y la ropa otro tanto. Pudo mirarse en el piso de parquet como en el de cerámicos. El olor a lavandina sustituyó al Dior comprado años ha.

Al día seis, la sensación de claustrofobia arrancó desmesurada.
Había fumigado el pasto como aconsejaban. Con un desodorante clásico contra bacterias había inundado las habitaciones. Sentía haber cumplido la meta para lograr la plaqueta de agradecimiento de “Sra. antivirus”.

“Clarita, Clarita ¡sos una genio!”, repetía. No aguantó el encierro. Se vistió con ropa muy usada y eligió unas zapatillas viejas. Con el barbijo colocado caminó por el pasillo de los PH rumbo a la calle. Antes de abrir la puerta principal miró por el visor. Pudo ver que algún intrépido se estaba mudando a la casa de enfrente. Un patrullero en la puerta, fue suficiente para que echara una puteada y regresara.

“¡A la mierda con el virus!”, gritó. Permaneció en la entrada del living. “¡Para qué carajo gasté el alcohol en gel!” Algo tenía que hacer. De pronto se dirigió a una libreta junto al teléfono. Arrimó el sillón de esterilla y se acomodó.
Los dedos jugaban con las hojas de la agenda. A-B-C-D-E- hasta el final del abecedario. “¡Cacho!”- dijo en alta voz. “Cómo no me di cuenta antes”.
El sonido de llamada, la impacientó. Había transcurrido mucho tiempo desde la última vez. “Desde la última vez”, repitió.

— Hola- Alguien respondió del otro lado.
— Hola, buenas tardes quería hablar con el señor Cacho Florio.
— Sí, un momento por favor- la voz del hombre le agradó, era educado.
— Hola, si ¿quién habla?- era él.
— Cacho…
— Sí, quién habla.
— No sé si te acordarás de mí, soy Clara.
Con seguridad había pensado que la voz del otro lado sonaría con sorpresa, quizá tartamudeando su nombre o sin poder respirar.
–Clara…no me vas a creer, estaba acordándome de vos ¿Qué es de tu vida?
El tono caló como antes, como cuando sabía de su vida.
— Desde que nací, Cacho, que vivo en la misma casa. La casa de los viejos ¿Te acordás?
— Seguro. Me parece ver los rosales y jazmines, me acuerdo de las reuniones.
— Cacho ¿con nostalgia o arrepentimiento?
No tenía en cuenta que los sentimientos pueden jugar sucio. Cacho representaba el amor. El prohibido. Pero fueron muchos años junto a él y a su doble vida.
Clara estaba muy lejos de acordarse del aislamiento obligatorio.
— Con nostalgia, Clara, por supuesto. En todos estos años fuiste mi compañía.
— Huiste ¿no te acordás? ¡Me dejaste, Cacho!- apenas podía hablar.
Del otro lado el silencio.
–No, Clara, no es como pensás.- la voz se notó firme y las frases verdaderas- Me iba a comunicar con vos.
El hombre habló mientras Clara sollozaba. Desde el ventiluz, los rayos del sol rozaron el florero de cristal y el arco iris se adueñó del living.
— No me mientas. No tengo edad para sufrir y menos para amar.
— Creeme, Clara. Ya pagué. Dejemos la conversación, mañana te llamo.
— Hasta mañana.
“¡Aislamiento maldito!”, gritó. Si no se hubiese sentido acorralada en su propio corral, no se le hubiera ocurrido llamarlo. El loro no se cansaba de repetir: “¡Cacho, Cacho!”
— ¡Terminá de una vez!- No hizo caso y Clara lo dejó en el lavadero del fondo.

En el dormitorio abrió el cajón de la cómoda, buscó el anillo de piedras y se lo colocó en el anular. No le importó la historia que llevaba consigo. Cacho la llamaría mañana. Le sonó cursi, pero se dijo: “El amor nunca muere”.

Si Clara se hubiera asomado a la casa de enfrente, hubiera visto a un hombre que acomodaba unos pocos muebles y caminaba con cansancio Se enteraría que había preparado el regreso desde hacía largo tiempo y que el llamado del día anterior se había anticipado a sus proyectos. Hubiera visto que el rostro era el de Cacho, pero no el de los cincuenta. Era Cacho luego del encierro, después de la traición de su mujer y de pagar por lo que su amante había hecho con ella. El otro había sido astuto.

Si Clara se hubiera asomado a la casa de enfrente, a esa a la que se estaba mudando “algún intrépido”, hubiera oído el respirar profundo del hombre. Hubiera sido testigo al verlo llegar hasta el teléfono y marcar su número.
Sonó el timbre de llamado y Clara levantó el tubo.
–Hola, Clara, haceme un favor, salí hasta la puerta. Después te digo por qué.
A ella le extrañó, pero caminó hasta la puerta principal. Cuando vio un hombre en la vereda de enfrente que le hacía señas y le gritaba:
— ¡Clara, te amo!

Besó al anillo de piedras con el que había compartido el sueño y no le importó que el policía del patrullero le dijera que “se quedara en casa”, a Cacho tampoco le importó.