Por: Alejandro Ordóñez
La conocí en un salón de elegante hotel, era la presentación del libro de un amigo, fue al inicio del cóctel, su llegada coincidió con la pregunta del mesero, ¿blanco o tinto? Su sonrisa amable y mirada cordial me hicieron pensar que sería una edecán, pero cuando aceptó una copa comprendí que era otra invitada. Se acercó el escritor, le presenté a la joven, departió con nosotros algunos minutos y siguió su ronda. Yo no conocía a nadie, tal vez ella tampoco; de pronto nos vimos ahí, solos, rodeados por desconocidos, como si estuviéramos en una isla, quizás por eso nos aferramos a esa tabla de salvación en que se había convertido la charla que, por otra parte, iba resultando más y más grata. Terminaba el evento, la gente se retiraba presurosa. Lástima, le dije, tan amena que estaba resultando la reunión. Vio su reloj. Qué temprano -escuché-, ni ganas de volver tan pronto a casa, por qué no nos tomamos un café. Nos dirigimos a la cafetería del hotel, hasta nosotros llegaba tenue la música del lobby bar. Puso su mano sobre la mesa, un destello delató la presencia de una sortija. Pensé, debe ser casada. El tiempo se fue volando, a sugerencia de ella intercambiamos teléfonos, la acompañé a su auto, nos despedimos con un convencional beso en la mejilla.
Pasó el tiempo, pensé que no volvería a saber de ella, un atardecer recibí su llamada. ¿Estás ocupado? estoy en la cafetería del hotel, ven, invítame un café, por ningún motivo acepto excusas. A partir de ese momento ese lugar se convirtió en el punto de encuentro, cuántas veces, al terminar ingentes jornadas de trabajo nos relajamos y rompimos ahí las presiones cotidianas. Nunca pregunté nada, jamás quiso saber algo de mí. Éramos dos extraños que simplemente se reunían para compartir sus soledades y olvidar sus problemas. Si me enteré de algún detalle de ella fue porque lo comentó, quizás con la intención de dar salida a sus inquietudes. Mi padre es estricto, rígido; además celoso, celoso conmigo porque a mis dos hermanas las deja tener novio, en cambio a mí me lo tiene prohibido, corre a cuanto muchacho llevo a casa; los fines de semana vamos a museos o a conciertos, luego a comer en algún restorán, antes de volver a casa. ¿Y tu mamá los acompaña? No, a mi padre le gusta salir a solas conmigo. Alguna vez me enseñó la reservación de una habitación en un hotel de playa, pasaban juntos también sus vacaciones.
Visitamos museos, disfrutamos exposiciones, fuimos a conciertos, la amistad crecía; nos dio por acompañarnos todas las tardes, en nuestro regreso a casa. Sonaba el celular y sabía que era ella o bien era yo quien le marcaba y así cada quien se iba conduciendo a casa. Difícil creerlo, mucha gente afirma que la camaradería entre un hombre y una mujer es imposible, con el tiempo la amistad se vuelve amor y antes de lo que se piensa el amor se convierte en desastre cuando alguno de los dos empieza a arrogarse derechos que no le corresponden y termina la magia del romanticismo; por otra parte, lo que ayer fue pasión se convierte en obligación y se rompe el encanto. No lo comentamos, fue un valor entendido, no cruzaríamos esa tenue línea que separa a uno y otro sentimiento, sabedores de que eso terminaría mal y no estábamos dispuestos a que ese fraternal cariño lo matara el rencor y naciera el olvido. Por supuesto más de alguna vez pensé en ella, igual le habrá sucedido, pero estábamos decididos a no abrir esa puerta que después no podríamos volver a cerrar.
Transcurrieron los meses, una mañana timbró el teléfono del despacho, escuché la voz de la secretaria, le llama una señorita de nombre Lucrecia, dice ser amiga de Rebeca, tiene un recado urgente para usted. Se me hizo extraño que no hablara ella en persona; pensé en la posibilidad de una extorsión, estuve a punto de no contestar, pero algo me dijo que lo hiciera. Perdone la molestia, usted no me conoce, ha ocurrido algo que -pienso-, debería saber, me llamó su mamá, Rebeca falleció esta mañana. ¿Qué?, pregunté angustiado, ¡repítalo por favor! Rebeca falleció esta mañana, su cuerpo llegará después de mediodía a la funeraria García Cuellar, lo lamento de veras.
Escuché el clic del teléfono. ¡Bueno, bueno! Silencio total. Quedé abatido, destrozado, habrán transcurrido varios minutos, por fin reaccioné. Debe ser una broma, una estúpida broma. Claro, cómo no se me ocurrió antes, marqué el número de su celular, sonó largamente, nadie contestó. Insistí varias veces, por fin escuché una agresiva voz de hombre. Dígame, ¿qué se le ofrece? Disculpe la molestia. No me dejó terminar, colgó.
Pensé que se habría cortado la comunicación, volví a llamar. El número que usted marcó está fuera de servicio. ¿Qué hacer? La angustia y la tristeza me provocaban fuerte dolor en el pecho. Ya sé, le marcaré a la chica, ¿cómo dijo que se llamaba? No lo retuve, no importa, su número telefónico quedó grabado. Oprimí la tecla, contestaron, era el conmutador de una empresa transnacional. Mi memoria funcionó. ¿Podría comunicarme con Lucrecia, por favor? Sin saber el apellido ni su área de trabajo, supusieron una broma y colgaron el teléfono. Funerales García Cuellar. ¿Rebeca qué? ¿No sabe el apellido? No, no tengo a nadie registrado con ese nombre, tal vez el cuerpo no haya llegado, conozco el dato hasta que los doy de alta, por favor llame después de las doce.
Entré a la capilla, me interceptó un tipo más o menos de mi edad, cara de maldito, voz de trueno. ¿Qué hace aquí? ¿A quién busca? Amenazador, agitaba sus manos cerca de mi cara, lo que me permitió ver los destellos de una sortija de matrimonio idéntica a la que usaba ella. Comprendí, era su padre. Atemorizado ante la perspectiva de que el tipo me agrediera, no supe qué decir. Vi a una jovencita abrirse paso rápidamente entre la gente. A mí, señor, me busca a mí, se lo presento, es mi novio. El gandul me dedicó todavía una mirada mitad odio, mitad desprecio y se fue hasta el fondo de la capilla. Al escuchar la voz de la jovencita supe que era Lucrecia, la chica que llamó para darme la mala noticia. Quedé perplejo. Se acercó una señora ya mayor, apretó mis manos, se me quedó viendo fijamente, esbozó una sonrisa, hizo un ademán como tratando de explicarse a sí misma la situación. De infarto, salía de bañarse, escuché el golpe al caer, no pude levantarla hasta que llegó la ambulancia, pero ya era tarde. Comprendí que era la madre y sabía quién era yo; nos fundimos en un abrazo y lloramos
Deprimido en grado extremo decidí no regresar a trabajar, así que volví a casa justo cuando mi mujer se disponía a salir, el fuerte aroma de perfume, el maquillaje y su atuendo -como si fuera a la recepción de una embajada-, me hicieron comprender que tendría algún compromiso. ¿Qué haces aquí a esta hora?, preguntó iracunda. Te he dicho mil veces que no me llegues sin avisar, pienso que me espías, además no me vas a echar a perder mi compromiso, tengo comida con las chicas del club, vamos a un restorán que acaban de inaugurar en el centro histórico, así que volveré ya tarde. Te advierto, no hay comida, no hice, ya sabes, me choca cocinar y me pone de malas lavar los trastes, a los muchachos les di dinero para que comieran fuera. ¡Ah! y ni te molestes en abrir el refrigerador, está vacío tengo días queriendo ir al súper y no he podido. No vuelvas a venir a estas horas, yo nunca te molesto en tu oficina, así que no te quiero aquí antes de la noche y por cierto ya deberías venir cenado, no tienes consideración, interrumpes mi descanso.
Parado frente al ventanal de la sala vi abrirse el portón de la cochera, perderse su auto entre las casas y cerrarse para siempre la puerta de mi corazón.
Ciudad de México, julio de 2024.