Por: Alejandro Ordoñez
Esta iglesia fue construida por don Juan de Olid en agradecimiento al Apóstol Santiago, a quien se encomendó durante una refriega sostenida contra los mexicas cuando trataban de tomar la plaza de Tatelulco, y gracias a la intercesión divina salió vivo. Estamos frente al altar de Eduwiges virgen, a quien el pueblo bautizó como santa Edugüijes, ya que no sabían que aunque el nombre se escriba con dobleú, se pronuncia como ve, así como lo oyen: Santa Eduviges. Observen la delicadeza de sus dedos, cara noble y rasgos finos, en los que destacan su nariz, labios y mentón, así como el equilibrio de su cuerpo, que la equipara con la inolvidable obra “La Piedad”, de Miguel Ángel Buonarroti.
El santo que vemos ahora es Fregonio mártir. Fue hecho de tamaño natural en madera de pino, los bigotes, la barba lampiña y el cabello fueron hechos con crines de asno, por eso se le paran sin control. Como ven, su color es prieto, tirando a negro, lo que indica que no nació en esta región, pues aquí todos los indios tenemos color ligeramente entintado, moreno claro.
La historia de estos santos inicia en el reinado de Carlos I de España y V de Alemania, hijo de Felipe el Hermoso y Juana la Loca. Desde su niñez rindió culto a Eduwiges; en 1532, durante la guerra contra los turcos se encomendó a ella, por lo que al volver a Viena decidió implantar su culto en la Nueva España. Como la virgen sería esculpida por Miguel Ángel, envió mensajeros a Florencia con un retrato de su esposa Isabel de Portugal -pintado por Tiziano Veccelio- para que sirviera de modelo, pues deseaba que la santa tuviera la cara de la reina. La virgen, de tamaño natural, se colocaría en el altar mayor de la catedral de la Ciudad de México, la cual quedaría bajo su advocación. Hacía tres años se había firmado la paz de Cambrai, por la que el Papa Clemente VII fue liberado tras ser prisionero de Carlos I, durante dos años, por lo que el papa sólo vivía para vengarse; por ello, cuando sus espías le informaron que Carlos I deseaba le esculpieran una virgen Eduwiges con la cara de su esposa, decidió cobrar las afrentas. Fue sencillo: los agentes papales esperaron a los mensajeros en una posada donde pasarían la noche, pusieron narcóticos en sus bebidas y cambiaron el mensaje con las instrucciones a Buonarroti.
Corría el tiempo, Miguel Ángel, enamorado, huía del trabajo por culpa de Tomasso dei Cavalieri. Se ignora cuánto costó a Carlos I convencer a dei Cavalieri para que partiera a Roma, ni cómo lograron que Miguel Ángel permaneciera en Florencia hasta concluir el trabajo; lo que se sabe es la ira del rey y la violencia con la que arrojó a la chimenea el pliego con un verso escrito por el genio: «Pero si mi corazón no pudiera soportar/esa extrema belleza que nubla los ojos;/y si, cuando él está lejos, pierdo la paz,/ ¿qué me espera? ¿qué guía, qué escolta/ podrá sostenerme, guardarme de ti,/ cuya proximidad me abraza/ y cuya partida me aflige?». Ya a solas, Miguel Ángel trabajó con su habitual genialidad, entregó la estatua y partió a Roma, donde moriría treinta años después, en los brazos de su secretario Daniele de Volterra, conocido como Braghettone, por haber vestido los desnudos del «Juicio final», y de su siempre fiel Tomasso.
Si bien la idea era enviarla primero a España para que el rey la viera, otros problemas lo impidieron, así que la hicieron enfilar hacia el Nuevo Mundo. Al embarcarla, los embajadores reales que debieron notar la sustitución, hicieron poco caso, pues les urgía regresar a casa. Los agentes papales recibieron instrucciones de embarcarse rumbo a la Nueva España e impedir que esa virgen reinara en nuestro territorio. Al llegar dispusieron su traslado a la capital, viaje que duraría varias jornadas. A pesar de la discreción que rodeó el asunto, la caravana llamó la atención y fue así como Fregonio, un indio alzado, llegó hasta la posada en la que la Madona pasaría su primera noche en tierra mexicana. Fregonio andaba fugado, vivía en la sierra con otros indios, de donde bajaban para asaltar a los viajeros. De nada valieron edictos condenatorios, Fregonio se movía libremente entre los cerros. Mientras la comitiva descansaba pidió a los criados le dejaran ver a Eduwiges virgen; al hacerlo palideció, jamás había visto a una mujer tan blanca y tan hermosa. Se atrevió a tocarla. Pasó sus dedos por la frente de la santa, siguió la línea recta de la nariz y se maravilló con sus labios sensuales, aprovechando que se había quedado solo pasó su mano sobre el lienzo que cubría a la virgen; saltó cuando sus manos hallaron unos senos enhiestos, rematados por sensuales pezones; se estremeció, suspendió la exploración por el regreso de los criados, pero quedó conmovido por la belleza de la virgen o enamorado de esa mujer.
Otra noche robó a la santa y huyó a la sierra; los agentes de Roma sonrieron; el virrey Antonio de Mendoza organizó la batida contra los gavilleros -para recuperar a la virgen-, y el rey montó en cólera. Fregonio llevó a Eduwiges a una cueva, prendieron antorchas y ante la expectación de sus hombres fue quitando el lienzo que la cubría; de pronto suspendió la operación y ordenó se retiraran, dejándolo solo con aquella santa. El creía en Dios porque así lo educaron los misioneros, pero jamás imaginó que una virgen tuviera un cuerpo parecido al de una diosa del amor. Volvió a solazarse con la belleza de los senos; pasó sus dedos lentamente admirando la perfección de las costillas; llegó a un sensual ombligo; bajó por la leve barriguita de la virgen; la giró y se solazó con aquellas caderas que se adivinaban fuertes tras la piedra; gozó los níveos tejidos de los muslos y se congratuló por aquellas gruesas pantorrillas.
Permaneció un mes en la caverna, si bien no pudo haber ayuntamiento, durmió cada noche abrazado a ella; vistió a la virgen y emprendió la huida ante el acoso de las fuerzas virreinales. La persecución terminó cuando las tropas reales lo emboscaron en el paraje llamado “Paso del monte”, donde lo martirizaron para que dijera dónde escondía a la santa y luego lo asesinaron. Sus hombres tomaron el cadáver de Fregonio y lo enterraron en la cueva, a los pies de su amada Eduwiges. Con el tiempo la historia se difundió de boca en boca y fueron creciendo la leyenda y el culto a la virgen. También nació la devoción por Fregonio, a quien la indiada considera un mártir religioso por haber rescatado de manos de las fuerzas reales a la adorada santa. Siguieron pasando los años; el rey abdicó y murió; cuatro virreyes pasaron por la Nueva España; cesó la búsqueda infernal emprendida por las tropas reales.
Un día, la indiada consideró que su patrona ya no corría peligro y podían instalarla en lugar digno; así, trajeron a Santa Eduwiges a esta iglesia de Santiago Apóstol; si no pudo ser la reina de México, se convirtió en la patrona de la comarca. Por aquel entonces manos indígenas que conocieron la leyenda tallaron la estatua de Fregonio y la colocaron en el altar contiguo al que ocupa la virgen. Pronto los milagros de este mártir conmovieron al paisanaje, pero lo que vino a cambiar todo fueron los acontecimientos que voy a narrar:
Había transcurrido un siglo; nada ocurría en la región; se aproximaba la fecha en que el pueblo festejaba a su patrona, el cura de entonces, llamado Agustín, pidió a Carlos, el sacristán, pintara el recinto de la virgen, por lo que éste la colocó en donde se honra al mártir. Una madrugada, Carlos fue a los altares para extraer algunas monedas de las alcancías; al retirarse se encontró con el machete, el paliacate y el sombrero de Fregonio colocados a los pies de la virgen. Volvió el paliacate al cuello del mártir, colocó el machete en su cintura y le puso el sombrero; guardó silencio para no dar explicaciones de su presencia ahí, a esas horas. Noches después la escena se repitió, pero ahora estaban también tirados el velo de la virgen y su corona de oro. Carlos comprendió que no podía seguir callando así que informó al padre Agustín y una noche lo llevó para que constatara lo que venía ocurriendo. El padre lo tomó con sentido del humor, pero al recoger el velo de la virgen le dijo a Carlos: entre santa y santo, pared de cal y canto, así que mañana mismo me vuelves a la virgen Eduwiges a su altar y dejas tranquilo al mártir Fregonio.
El día siguiente la virgen fue regresada a este altar que, como pueden ver, posee un enrejado de hierro forjado, para protegerla; el de San Fregonio, carece de ella ya que quién querría robar una escultura cuyo único mérito es el valor estimativo del pueblo, pues como leña seca no vale dos reales. Pasados los meses, Carlos oyó ruidos, al llegar al altar de la virgen halló en el suelo el jorongo del mártir, su machete, paliacate y sombrero; a su lado la corona, velo, pañuelo y cordón con que ceñían el vestido de la virgen. Noches después escuchó ruidos impropios para una iglesia, provenientes del altar de la santa, así que fue por el padre Agustín. El cura enmudeció, luego dio la espalda y antes de retirarse pidió al sacristán poner orden y mantener cerradas las rejas del altar. En el piso, la ropa revuelta de ambos; al fondo, los dos santos desnudos. Carlos los vistió, volvió al santo a su lugar; y cerró con llave la reja.
Semanas más tarde el sacristán notó que de los ojos de la virgen escurrían gruesos lagrimones; se sorprendió cuando halló en el piso del altar del mártir, manchas de sangre que escurrían de sus manos. La noticia llegó a apartados rincones: en la Nueva España había una virgen que lloraba y un santo con llagas sangrantes en las manos, como las de nuestro señor Jesucristo. Hasta la iglesia del Apóstol Santiago fluyeron incontables peregrinaciones que trajeron abundancia. La gente arrancaba pelos y barbas del mártir para guardarlos como reliquias; para evitarlo, fabricaron relicarios con cabellos de San Fregonio, que dejaron sin crines a los asnos de la comarca. De la virgen, vendieron frascos con lágrimas, que eran agua del río, espesada con mieles que al secarse dejaban rastros de su paso y hacían pensar en su autenticidad.
Llegaron sacerdotes de Roma, acompañados por letrados de las universidades de Salamanca y Méjico, dispuestos a desenmascarar el fraude. Tomaron muestras de la sangre del mártir, comprobaron que no se trataba de resinas provenientes del interior de la madera, ni de sangre animal embarrada en las manos; revisaron las llagas y hallaron en las orillas de las heridas muestras de coagulación llamadas vulgarmente costras. Las muestras tomadas a la virgen indicaron que era un humor alcalino, incoloro, inodoro, de sabor salino; ¡eran lágrimas! Colocaron sanguijuelas en las manos del mártir y éstas, presas de regocijo e gran contento, se prendieron de las llagas y succionaron como becerros en la ubre. Para comprobar que no hubiera aparatos bombeando sangre, desnudaron a San Fregonio, sin hallar mayor detalle. Revisaron a la virgen, cuando fue develando su belleza, los curas mexicanos gritaron: ¡Herejía! ¡Alto, no sigan! y dieron la espalda; en tanto, los letrados de ambas universidades dijeron que en su vida habían visto mujer tan bella y se acercaron a tocarla ¡Era tan fina y suave al tacto!
Un clérigo ordenó que terminaran de desnudarla. Pidió más luz, con la manga del hábito limpió la base y con voz ronca, sin poder contener la emoción, dijo: ¡Hermanos, no puedo creerlo! Podría morir en paz, estamos contemplando a la Madona más hermosa que haya esculpido mano humana, jamás; estamos frente a una obra inmortal del célebre maestro Miguel Ángel, pero ¿qué hace aquí, en un país salvaje? Discutieron, los letrados mexicanos la querían en Méjico; los españoles, en Madrid; los de Roma, en el Vaticano y los curas mexicanos deseaban destruirla a martillazos. En medio de la polémica el sacristán gritó. Señores, la virgen no puede salir de aquí. Monseñor pidió respeto. ¿No sabía que con una orden suya arderían en la hoguera? Sí, podrán quemar a todo el pueblo, pero no pueden sacar a la virgen de la iglesia, sin ser muertos. La ciudad más próxima está a tres jornadas, antes de llegar a ella los indios se la arrebatarán y no la volverán a ver, con riesgo de que en la refriega se destruya. Tiene razón, dijo monseñor, será mejor dejarla aquí y planear el rescate. Monseñor preguntó si habría alguna bruja. Púsose capa y sombrero negros y acompañado por un joven clérigo caminó embozado hacia la choza.
Tomó la bruja el frasco del cura. Lo probó, hizo conjuros y dijo: son lágrimas por un amante, de una mujer enamorada. ¡Basta! Dijo el sacerdote, arrojó unas monedas y salió de la vivienda, mientras decía al ayudante: asegúrate que esta infeliz hija de las tinieblas salude mañana a su patrono el diablo. Concluida la investigación levantaron una declaración por duplicado, uno de los ejemplares fue enviado al Papa y el otro al Rey Carlos II de España, quien a poco murió, por lo que ordenaron su guarda en el archivo de Indias con sede en Sevilla.
Pasó el tiempo. Una noche el sacristán reinició sus colectas, con tan mala suerte que olvidó cerrar la reja del altar de la santa; al otro día descubrió que la virgen no lloraba; se acercó, tocó su cara, su vestido. Nada. No había rastros de humedad como ocurrió cada mañana de todos esos años. Corrió al altar del mártir, el santo no sangraba. Cristo resucitado, dijo, ¿qué hago? Se arrodilló y lloró. ¿Por qué, señor, me pones estas pruebas? Sumido en la amargura pidió a Dios guiara sus pasos. Miró los ojos de Fregonio, el mártir lloraba también; gruesas gotas corrían por sus mejillas y bajaban por el jorongo hasta los huaraches. Se despidió de Fregonio, llegó al altar de la virgen, se persignó y dijo: no llores virgencita, sé lo que tengo que hacer. Abrió la reja y se retiró.
La noticia corrió de país en país: Los ojos de la santa se secaron, las manos del mártir también. Las caravanas dejaron de fluir. Nadie volvió a interesarse por un relicario con cabellos del mártir o un frasco con lágrimas de la virgen. La vida volvió a la normalidad, los pobres volvieron a ser más pobres, los fieles, más fieles, esperando un milagro que no llegaba. Una tarde, al cambiar el vestido de la virgen Carlos notó que el cordón con el que le anudaban la cintura no daba la vuelta; semanas después añadió un lienzo al vestido porque no cerraba; el sacristán no sabía qué pensar hasta que una tarde oyó los susurros de unas mujeres paradas frente a la virgen. El pueblo recibió feliz la noticia; ellas estaban más alegres y los hombres más pacientes; todos hablaban en secreto, sin atreverse a decir en voz alta lo que pensaban. Un domingo, en plena misa, se escuchó una voz potente, decir: Santa madre Edugüijes, ruega por nosotros; al fin del acto cada una depositó en el altar una flor y ellos una moneda para comprar géneros y estambres. Los meses restantes fueron de chambras y de vestidos cómodos para nuestra señora Eduwiges. Hicieron tamales y atole, el mayordomo sería el padrino. Los pueblos se dejaron venir en interminables procesiones; traían miel, buñuelos, elotes, quesillo y hasta animales para ofrecerlos a la santa madre; pero más que nada, venían con la fe en alto, con la esperanza como bandera ondeando al viento y la sonrisa a flor de piel, felices de ser parte de un milagro.
Llegaron los tiempos de adviento, de la natividad y de esa interminable epifanía de reyes magos que sonrientes y menesterosos iban a adorar al niño y a convidarle de sus miserias. Llegaron también las noticias a Roma, alguien dijo, basta, darían un escarmiento a esos paganos. El Santo Oficio ordenó instruir un proceso al párroco por inventar lo de las lágrimas de la virgen y la sangre que brotaba de las manos de un mártir que ni siquiera existía; pero, más que nada, por inventar que los santos se ayuntan carnalmente y pueden procrear; luego, por exhibir a un supuesto hijo de piedra. Se presentó el padre Agustín en la mitra. Llegaron los días de torturas y de su muerte; también noticias al pueblo: clérigos del Santo Oficio se encontraban a una jornada de distancia. Venían por los santos. Carlos hizo repiquetear las campanas a vuelo. El sacristán y algunos hombres partieron a lomo de bestia con su preciada carga. Cuando la inquisición llegó, encontró a un pueblo rezando. En los aposentos del cura se instaló el tribunal, mientras los guardias se lanzaban a la caza de los fugados que, para mayor pesar, iban lentos por la carga. A los arrestos siguieron las torturas y la muerte en las hogueras, prendidas día y noche. Dicen que preguntaban: ¿los agarraron?, y al escuchar que no, morían con una sonrisa en los labios, encomendándose a nuestra Señora Edugüijes. Una noche corrió el rumor: los traen amarrados de las muñecas y los caballos los vienen arrastrando por el camino, la aventura había terminado. ¿Y los santos? De seguro vienen atrás, ¿no ves que pesan mucho? Cundió la tristeza, pero otro rumor se fue soltando, al principio quedo, luego como un rugir de mar embravecido: no vienen con ellos. ¡Alabado sea Dios y bendita nuestra señora Edugüijes! Poco después la esperada muerte de Carlos y de los héroes de aquella jornada. Luego, a contar los días, a contar los años, hasta llegar a cien. A contarlo también a los hijos, para que no lo olviden; y las familias rece y rece, envolviéndose en la fe, esperando el milagro de la resurrección frente a los altares levantados en cada choza, en honor de nuestra señora Edugüijes.
Un día llegaron noticias de Guanajuato, acerca de un cura de nombre Hidalgo. Luego las revueltas de los insurgentes y el ejército realista atareado en otras cosas, ¿qué caso les iban a hacer? Entonces, como a una voz, a un solo sentimiento, se echaron a caminar hasta la cueva; las mujeres llevaban una flor en cada mano y una esperanza que no cabía en el pecho; los niños cantaban y los hombres empujaban las carretas en las partes más abruptas. Decidieron dejarlos a los tres juntos, tal y como los ven ahora, porque después de todo son una familia y así quedaron en este altar: Fregonio mártir, muy serio; Santa Edugüijes, muy sonriente, con la criatura en los brazos, quien, como pueden comprobarlo con sus propios ojos, es igualita a ella, con las facciones tan bien hechecitas y la cabecita de mármol tan fino que dicen, es de Carrara.
Por lo que respecta a la virgen, en el Archivo Vaticano podrán encontrar la carta original escrita de puño y letra del escribano de su majestad el Rey Carlos I de España y V de Alemania, en la que gira sus instrucciones a Miguel Ángel para que haga una escultura de la virgen Eduwiges, con la cara de su esposa. Dicha carta cuenta con el visado del sello real de su majestad y el documento fue autenticado por la Real Academia de Historia de España; así mismo podrán encontrar la carta que los espías del Papa Clemente VII cambiaron a los mensajeros de su majestad, la cual está escrita con una letra que no corresponde al escribano real y viene visada por un sello que a simple vista parece ser el de Carlos I, pero que la Real Academia de Historia de España, después de analizarlo, ha declarado falso, pues cuenta con no menos de diez imprecisiones. En esta última carta, la falsificada, es posible leer las instrucciones que se dieron a Miguel Ángel Buonarroti para que esculpiera una estatua de Afrodita.