Por: Mónica Teresa Müller
Las sombras acuden al llamado de la otra cara del planeta. La luz despierta lenta en Buenos Aires y permite que los transeúntes caminen con andar seguro.
Un niño da vuelta a la esquina y elige la Avenida Rivadavia como ruta. Tirita. El fino pullovers de lana desteñida no es suficiente. Aquél: “Ma, ¿cuándo voy a tener una campera nueva?”, quedó en el suspenso de una respuesta sin palabras, ocupada tan solo por un suspiro. Quique camina esquivando el viento, cobijándose detrás de algún señor con abrigo grueso al que se arrima despacio como al acecho de su tibieza.
El Banco en la esquina de Reconquista aguarda abrir sus puertas para recibir a los clientes que, apresurados, hostigaran sin piedad la puerta giratoria. El pequeño saluda al policía que vigila la zona. Alguno de ellos conoce su historia y saben que los ojos de la mujer que cambia cada tanto de lugar, lo cuida.
La madre del niño, sentada en un banco de Plaza de Mayo, vigila. Cuida su bolsa cargada con tortas fritas, que quizá alguien compre o tal vez deje unas monedas en el pañuelo que está sobre el piso. Todo es incierto.
Frente a la histórica Plaza, las escalinatas de la Catedral de Buenos Aires albergan figuras, que se desdibujan cuando los rayos del sol avanzan y rodean la ciudad. Quique persigue la calidez y se acurruca junto a una columna del Templo que detiene el viento que llega desde el Río. Nadie lo ve. Es invisible para muchos aunque otros más lo conocen. El niño conversa con personas permitidas por su madre.
Las mochilas de quienes las portan apresurados y caminan por el microcentro porteño, ignoran que su destino está comprometido por un contrato no firmado. En la ciudad, todo sucede como si la causalidad marcara el rumbo hasta de las palomas que sobrevuelan la Plaza. En las oficinas, los escritorios aguardan que las computadoras los alejen de la soledad de no recibir papeles y los contacte con el mundo virtual, ajeno a los sentimientos.
La madre del niño lo observa. Sobre las cuatro esquinas del pañuelo ha colocado piedras para que el viento no juegue con la tela. Pasó una hora desde su llegada y las monedas suplen los pedruscos. Imagina la campera de Quique, la nueva, la que desea.
Los autos se adueñan de las calles que rodean la Plaza, colectivos que acercan trabajadores de la zona, los taxis con el negro y amarillo que los hace inconfundibles pintan el óleo que se suma al alma de la Ciudad.
La ventisca se adueña de hojas diversas y las hace un todo. Un hombre aguarda que el semáforo le permita cruzar por las líneas cebra, mira la Casa Rosada y al girar la cabeza, el Cabildo le hace cavilar: “Quizá los jacarandas, plátanos junto a las palmeras y el olivo, unan los vientos de la historia y se cobijen en el ceibo.” En el mismo momento, una moto de mensajería, se dirige hacia Avenida de Mayo rumbo a Congreso en un entrecruce de sonidos.
La madre del niño se inquieta, él no está en la escalinata de la Catedral. Duda. Levanta el pañuelo con las monedas y guarda los billetes en el bolsillo de la campera que le regalaron. No comprende por qué Quique se fue del lugar, tiene su permiso para quedarse ahí y pedir ayuda con su gorro sostenido por una manito. “Puta vida”, murmura. Se apresura. Tiene que encontrar al pequeño, no puede faltar a la escuela, es su promesa a la Virgen. No le importa dormir en la carpa bajo la recova de la Avenida Alem. Los pensamientos retumban: “Mis hijos deben lograr lo que yo no pude”. La muñeca busca el rostro y restriega el dolor, la culpa de ser eso, lo que no quiso. Solloza y corre. Esquiva señores de traje, jóvenes estudiantes, vendedores dispersos cada tanto.
Quique camina por la calle San Martín. Junto a él, una mujer lo empuja para que apure el paso. Ella lo observó durante varios días, por eso entró y salió del templo tantas veces, hasta maquinar el negocio.
Las palomas que picoteaban sobre las baldosas de la plaza, alzan vuelo y suman el sonido de sus aleteos a los del entorno que da vida y color a ese espacio de Buenos Aires. Quizá se pusieron de acuerdo para avisar lo que sucede.
El pequeño intuye lo que pasa. La calle fue su maestra. En la esquina está su amiga. Respira profundo y corre.
La madre se para en la esquina de Avenida Rivadavia y San Martín. Toca las paredes de la Catedral mientras reza lo que aprendió cuando el catecismo.
La policía amiga ve a Quique correr hasta ella. En un tris se da cuenta que algo no funciona como siempre. Recibe al niño junto a ella con un abrazo y frena a la delincuente.
El viento cambia el rumbo. Las nubes dejan a la vista el cielo despejado. La Ciudad de Buenos Aires tiene un don, es aire fresco y solidario, hace magia hasta con lo imposible.
AITUE