Por: Alejandro Órdóñez 

Desde su llegada doña Jimena parecía buscar algo con la mirada, se fue mezclando entre los hombres hasta llegar donde se reunían las mujeres que acompañaban a la tropa. De pronto vio algo que le produjo un profundo desagrado, sus ojos se llenaron de lágrimas que incapaz de contener limpió con un pañuelo, frente a ella estaba un costal de huesos, piojosa, mugrosa en grado extremo, vestía un huipil que alguna vez fue blanco y adornado con coloridas flores pero que ahora parecía una garra inmunda, apestaba a distancia por la falta de un buen baño y una muda de ropa limpia. El frío viento que bajaba de la montaña la hacía tiritar y su mirada altiva, perdida en ese momento, no se separaba del suelo. Doña Jimena corrió a abrazarla, se quitó la capa y tapó con ella a la mujer. Señora, mi señora, repitió con voz que se quebraba por la emoción, que gusto volver a veros, permitidme mi señora, y la mujer altiva, la que ni siquiera lloró cuando de niña se la llevaron de esclava, ni cuando fue regalada a Cortés en aquel día que ahora se antojaba tan lejano, venció su vergüenza y se dejó querer; y aquella mujer por la que los indios conocieran a Cortés como Malinche, por ser el cautivo de doña Malintzin, la que imponía más respeto y miedo que el mismo capitán general, se quebró en lastimosos sollozos y agudos espasmos por el llanto. Señora, dijo, mi señora, ved nada más como me habéis venido a encontrar y doña Marina se dejó llevar cariñosamente hasta la yegua morisca donde fray Agustín aguardaba para cargarla delicadamente y montarla en ancas.
El suyo fue un reencuentro sin palabras, donde campeó el respeto mutuo. Cortés nunca dijo lo acontecido, don Santiago y Diego jamás preguntaron qué ocurrió que llegaba en tan lamentable estado por aquellas tierras, distantes todavía de la que fuera la gran Tenochtitlan. Al llegar Cortés a la casona de don Santiago preguntó por Malintzin, duerme, mi señor, contestó doña Jimena, os ruego le dejéis descansar, ha tomado un largo baño con agua caliente y la hemos proveído de ropa nueva, venía agotada, dejad que repose esta noche en mis habitaciones.
Una semana duró la estancia de Cortés en el pueblo de San Miguelito, tiempo suficiente para que sus hombres se repusieran un tanto de sus heridas y lesiones. Recorrió las calles, se maravilló del trazo de la ciudad y su separación en barrios, según sus razas, visitó el palacio del cabildo donde fue recibido con todos los honores, entró a la catedral de San Miguel Arcángel, se estremeció al conocer la historia de la tribu perdida y ver de cerca las facciones de esos indígenas inmortalizados en el monumento a los fundadores, están ahí los niños, mujeres, ancianos y hombres jóvenes, cuyos rostros reflejan el miedo y la esperanza propia de los que ignoran si van en busca de la libertad o de la muerte. Visitó la mina, subió por la peligrosa cresta del diablo, se detuvo en la terraza y desde ahí contempló los extensos bosques que lo rodeaban. Preguntó cómo hicieron para vencer a un aguerrido enemigo atrincherado en tan segura fortaleza. Se introdujo en los socavones y al escuchar los pormenores de las batallas se congratuló por haber puesto al frente de la expedición a don Santiago pues de otra manera no estaba seguro que hubieran logrado los mismos resultados.
En tanto eso ocurría, doña Malintzin y doña Jimena convivieron fraternalmente. La nana nunca se equivoca, mi niña, dijo que sería niño y mira nada más que hermosa criatura. Fue ella también quien comentó lo ocurrido. Lo suyo fue otra guerra de conquista, en su afán de ganar nuevas tierras avanzaron con rumbo sur pero nunca pensaron toparse con indios belicosos que los rechazaron una y otra vez. Ah que mi señor Malinche creyó que iba a repetir la hazaña de Tenochtitlan, nunca se imaginó el tamaño de la respuesta. Las derrotas fueron cruentas y dolorosas, murieron muchos hombres y los pocos que se salvaron vienen heridos. Desde el segundo día doña Malintzin, seguida por el resto de las mujeres, se internó en la floresta, buscaban afanosamente algo que guardaban en secreto. Estaban a punto de reiniciar la marcha, doña Jimena y doña Malintzin se despedían en privado. Te dejo esto, mi niña, mientras le entregaba un grueso manojo de yerbas. Las vas a necesitar pronto, en dos meses se pasarán, pero guarda las que te sobren, ¿qué, no han empezado las náuseas y los vómitos? Doña Jimena la miró sorprendida, tenía dos días en que todo le daba asco, pero pensó que algún alimento le habría caído mal. Se despidieron con un abrazo cariñoso, después de todo doña Marina era un talismán para ella, primero la anunciación en Coyoacán y ahora ahí en el Real. Algo que le produjo mucha satisfacción fue constatar que todo volvió a la normalidad, tenía frente a ella a una mujer bella, lujosamente vestida con un huipil blanco, adornado con flores multicolores, y lo más importante, renacieron de sus cenizas la altivez y el orgullo de su raza. Doña Malintzin, una mujer que se inventó y se reinventó mil veces, a sí misma.
Cortés abrazó a don Santiago y agradeció la hospitalidad de doña Jimena, gracias a ellos su tropa recuperó la moral perdida y dejó de ser una gavilla de andrajosos para convertirse nuevamente, al influjo de la voz de su capitán general, en un ejército vencedor. Colgada del brazo de su marido los vieron perderse rumbo al camino que los llevaría hasta lo que un día fue la orgullosa ciudad lacustre, hoy convertida en ruinas, como su propio conquistador. ¿Qué iría pensando Cortés mientras se encaminaba al sitio de su más grande triunfo? Tenochtitlan, de donde quizás no debió salir jamás, pero su sed de gloria, de poder y de riqueza fueron superiores a sus talentos, que fueron muchos y muy variados. No se volverían a ver. En ese momento lo ignoraban, pero los idus de marzo llegaban, estaban encima y no importaría que don Jacob, a la manera del vidente, que dijera Plutarco, lo advirtiera. Terminaban los días de gloria para ese émulo de Julio César y pronto los amigos dejarían de serlo y serían pocos, muy pocos los capitanes que seguirían siéndole fieles. Sí, los idus de marzo habían llegado pero no terminaban aún, pronto sería sometido a un juicio de residencia porque como antes lo hiciese su gloria, ahora crecían con desmesura su mala fama y crueldad. Pronto le arrebatarían la gubernatura de la Nueva España y en su lugar llegaría un advenedizo, nada importaría que el susodicho, Luis Ponce de León, muriera dos días más tarde, pues pronto nombrarían en su lugar a Alfonso de Estrada y Gonzalo de Sandoval, poco más de un año más tarde Carlos I instituiría el sistema de audiencias con facultades de gobierno y de carácter judicial en toda la Nueva España, al frente de la cual quedaría su enemigo Nuño de Guzmán. También lo aguardaba el juicio de residencia donde le fincaron todo tipo de crímenes horrendos, entre ellos los de la Marcaida, Cuauhtémoc, el señor de Tacuba, las masacres de Tenochtitlan y Cholula; promiscuidad al haberse ayuntado con todas las indias que fueron víctimas del voraz apetito de su libido insaciable; robo a la corona, y hasta del mismo oro que por derecho correspondía a sus soldados. En fin, los demonios andaban sueltos pero ellos lo ignoraban aún. Sí, colgada del brazo de su marido los vieron perderse por los extraños caminos de la historia; él, sobre brioso caballo; y ella, caminando siempre fiel ligeramente atrás de su capitán, pero más que nada de su hombre… No volvieron a saber de ella, ni siquiera los grandes historiadores se atrevieron a decir dónde y cómo terminó su tránsito humano. Sin sepulcro conocido donde se pueda ir a honrarla, quizás fuera mejor pensar que no habría existido sepultura capaz de contenerla, ella, un espíritu libre, una mujer que contribuyó grandemente a la conquista, se habrá ido como llegó: caminando, porque dicen que su muerte obedeció en buena medida al agotamiento que le causó la fracasada expedición a las Hibueras y es que para ella no hubo cabalgadura ni quien pensara siquiera que dados los servicios prestados bien la merecía. Lo suyo fue el mestizaje, la mejor herencia que podría habernos dejado. El advenimiento de una nueva raza. Lo nuestro fue y sigue siendo el odio inexplicable, la incomprensión, el desdén, quizás un desprecio ancestral hacia lo que ella representa… nuestra sangre, la herencia india que muchos llevamos y no terminamos por aceptar.