Por: Mónica Teresa Müller

Habían ido juntos a la escuela. Vivían en las afueras del pueblo costero que les ofrecía soluciones laborales a las carencias. El campo rodeaba sus casas y en los terrenos de ambas familias, tenía un lugar de privilegio, la huerta, algunos árboles frutales y el infaltable gallinero.

Poco a poco Mara y Manuel sintieron que no podía estar uno sin el otro. Los dieciséis años llegaron con el primer beso y las escapadas urdidas con cualquier motivo. Él comenzó a trabajar en el puerto cercano y Mara en un bazar.

Y la vida, que no pide permiso para las sorpresas, los involucró en una historia que arremetió con proyectos. Y el amor, que tampoco pide permiso, tramó un desenlace.

Aquél día, Manuel caminaba por una vereda despareja, tenía caídos los hombros mientras la tristeza parecía que manejaba su andar. Sabía que existía porque veía su figura reflejada en los vidrios de las ventanas.

Pensaba, al tiempo que oía palabras resucitadas que, sin querer, se incorporaban a sus pasos, le arañaban el dolor y le hacían temblar sin que el llanto depusiera sus intenciones. Las palabras golpeaban fuerte y trataban de enquistarse en el sudor del miedo. Manuel pensaba, recordaba momentos y trataba, con fuerza, adosar esperanza a cada pensamiento.
— Manuel ¿sabés?- y luego la sorpresa.
— Nuestro, Manuel ¿te das cuenta?
Sí, se daba cuenta de todo: de las doce horas de trabajo; de las horas de viaje modelado entre la gente. Se daba cuenta también, que con nada se llegaba a la nada; no podría ahorrar para el mañana en un ahora de pantalón gastado y campera comprada en un revoltijo; pensaba en ese después del laburo para concluir el día entre cuatro paredes construidas al fondo de la casa de su familia y que apenas podían reservar la intimidad del cuarto.

“¿Te das cuenta, Manuel?”. Una pregunta que golpeaba con la fuerza del amor de Mara; del amor por él y por lo que llegaría como sello indestructible de ambos. Ahora se daba cuenta, cuando no podía pedir perdón.

“¿Te das cuenta Manuel?”. Empezó a odiarlo antes del llanto, antes de madrugadas de insomnio, antes de una cuna sin comprar. Sin sentirlo en sus brazos le pesaba en el puerto cuando cargaba; le molestaba la idea de su presencia en el colectivo, la calle, de noche, de día…

“¿Te das cuenta Manuel?”. Todos los días a las puteadas, mandando a la mierda a todos aunque no tuvieran culpa alguna de lo que él sentía. Los hacía culpables de su desesperación.

Caminaba, Manuel, con peso en el cuerpo y desolación en el corazón. En un instante, las imágenes se habían presentado para mostrarle que se había equivocado y que ya no podía pedir perdón.

“Mara, Mara”, susurró al compás de su llanto. Ya era solo un nombre, un nombre vacío.

Un llanto, que no era el de él, hizo que mirara a sus brazos. Se dio cuenta de que ese día era el comienzo entonces, lo apretó contra su cuerpo y lo besó.