Por: Alejandro Ordoñez.

La niña está preñada, Juan. No María, ¿cómo crees?, si Juana es apenas una niña Está preñada Juan, entiende. ¿A sus catorce? ¿qué va a saber de esas cosas? Ya la revisó Sabina. ¿Y? Lo que oíste. ¿Dijo quién es el padre? Según ella no ha estado con nadie, además sigue siendo virgen. ¿Virgen? Está intacta pues, entiende, ¿quieres que la revisemos delante de ti para que me creas? No, claro que no. El himen está entero; en unas semanas más la gente del pueblo lo notará, urge casarla antes de que empiecen los chismes, las murmuraciones y la deshonra para ella y la familia.

¿Qué pasa compadre? ¿Está chipil? No me diga que la comadre le dio la sorpresa. No compadre, le voy a contar algo confidencial pa que vea nomás la confianza que le tengo. La que está preñada es mi Juana. ¿Cómo?, si es una criatura, mi Miguelón se va a querer morir si está rete enamorado de ella, me ha estado rogando que hable con usted porque la cosa va en serio, quiere boda. Lo raro es que sigue pura, dice Sabina que su virginidad está intacta. Ah Dió, ¿de veras? Se lo juro. No, pus está de pensarse. ¿Quién la va a aceptar así?, ¿quién nos creerá? Yo compadre, yo le creo y se me hace que el Miguelón también, ¿por qué no me deja comentarle, que él decida.

Fue la novia más bonita que hubo jamás en aquel pueblo perdido en lo alto de las montañas. La fiesta duró tres días, tiempo en el que ofrecieron comida, bebida y baile a todo aquél que se acercó a la casa. El Miguelón muy elegante con chamarra y chaparreras de cuero, botonadura de plata; la Juana con vestido blanco y velo vaporoso, daban prueba de su amor los abrazos y rumacos que se hacían mientras eran aclamados por los invitados. Pasaron los meses, llegaba la fecha del parto, Era viernes, Miguelón y sus padres, igual que lo hacían cada fin de mes, terminaron de cargar su camión de redilas con las artesanías y textiles que manufacturaban ellos y el resto de los vecinos para irlos a vender, durante el fin de semana, a la gran ciudad, de donde volverían hasta el lunes.

Juana estaba sola, al primer dolor se fue a casa de sus padres. Juan se paseaba nervioso afuera de la habitación. Pasaba la media noche, un chillido del bebé anunció el fin del parto; su esposa gritó espantada, Juan se inquietó, le parecieron eternos los minutos hasta que la puerta se abrió y apareció Sabina, cariacontecida, cargando al recién nacido. Se acercó, enmudeció al ver la roja cabellera del pequeño. Tomó del brazo a la matrona, la encaminó lejos de la puerta, con la cara descompuesta y un hilo de voz, ordenó en tono que no admitía réplica. Llévate al río a este indeseable, ahógalo y haz que la corriente se lleve el cuerpo.

Llegó a su choza, dejó al bebé sobre la cama, se acercó llorando al altar de la virgen, imploró su ayuda, no se sentía capaz de asesinar a ese inocente. Prendió una veladora, se limpió la nariz con la manga de la blusa, pidió perdón por lo que iba a hacer, se santiguó. Vio a un costado del altar la vieja caja de madera donde jugaban sus hijos cuando eran pequeños, vació su contenido, arropó lo mejor que pudo al niño, lo acostó adentro, tapó la parte superior con una tela. Cubrió su cabeza con el rebozo para evitar que la reconocieran, aunque a esas altas horas de la noche eran casi nulas las posibilidades de encontrar a alguien. Se introdujo hasta las rodillas en las agitadas aguas, persignó al crío, oró por él y por ella, empujó el cajón hacia donde bajaba más fuerte la corriente, lo soltó, le deseó buena suerte y dijo adiós con un gemido, al llegar a la orilla se dejó caer sobre el suelo rocoso, al espasmo del llanto siguieron uno y muchos gritos de desesperación.

Amanecía, el sol se anunciaba tras las montañas, en el mismo río, ya cerca de su desembocadura en el mar una indígena entrada en años se disponía a lavar la ropa, de pronto miró un objeto que arrastraba la corriente, tomó la soga que llevaba siempre consigo, ató rápidamente un extremo a un árbol y con el otro rodeó su cintura, se arrojó con todo vigor al agua para evitar que se lo llevara la corriente. Con el bulto a cuestas luchó bravamente hasta llegar a la orilla, quitó la tela que cubría la parte superior, vio una pequeña silueta y cuál habrá sido su sorpresa al descubrir que después de tanto tiempo, la diosa Cihuacóatl había escuchado sus ruegos; ella no hablaba castilla, pero aun así había pedido un hijo al Cristo de los gentiles y a sus propios dioses, ahora estaba ahí, frente a ella, a una edad en la que su cuerpo sería incapaz de procrear, lo arrulló en sus brazos, se sorprendió al ver la cabellera roja del pequeño, levantó las manos hacia el cielo y lo ofrendó al astro rey, le llamaría Tonatiuh, el Dios del Sol, al igual que sus ancestros llamaron al pelirrojo capitán Pedro de Alvarado. Volvió a dar las gracias a las divinidades y se retiró presurosa a su jacal.
*

Epílogo
Llegó a la habitación donde aguardaban -llorosas- su esposa y Sabina; recostada sobre la cama, su hija con el bebé al costado. Eres una estúpida, se escuchó gritar. Nos viste la cara de imbéciles, cómo te atreviste, seremos la burla del pueblo, mis compadres pensarán que fui parte de la mentira, que me burlé de ellos, no tendré cara para verlos; eres una farsante, maldita la hora en que naciste, reniego de ti, maldita seas por todo lo que te quede de vida. Y tu marido, que te aceptó a sabiendas de que esperabas a un hijo que no era de él, ¿perdonará la mentira?, que te hayas enredado con el inútil pelirrojo, lo has defraudado, faltaste a su confianza; no, y no llores, no hagas ahora uno de tus escándalos. Me explicas en este momento qué fue lo que ocurrió. No pa, me da pena. Me vale madres. No te enojes, si no pasó nada, estábamos el Manuel y yo en el monte, los rebaños pastaban, empezamos a corretearnos, cuando nos alcanzábamos caíamos abrazados.

Él ya no quería jugar, sacó de su pantalón una pelotita de esponja, se la quitaba yo y él me la arrebataba, se me ocurrió esconderla bajo el escote, metió su mano, exploró mis senos, sentí algo extraño, bonito, acaricié sus cabellos rojos, levantó mi falda, bajó mis calzones hasta los tobillos, también sus pantalones, se acostó encima de mí, bajé la mano, toqué su sexo duro, traté de guiarlo, lo apreté, sentí que un líquido caliente, espeso, pegajoso, con un olor extraño corría entre mis dedos y se escurría hasta mis vellos. Lo rechacé, me dio vergüenza, pensé que estaba mal lo que habíamos estado a punto de hacer, subí mi ropa interior, no había agua para lavarme, junté el rebaño y regresé rápidamente a casa, bajé al río, sobre mi mano una nata blanca, tallé y tallé hasta quedar roja, pero el olor no se iba, me quité la ropa interior, seguía empapada por aquel líquido viscoso y mis vellos tiesos y babosos me dieron asco. No volvió a pasar, no creí que por algo así pudiera ocurrir lo que ya saben, perdónenme, no quise fallarles.

La verdad oficial conmovió a la gente, estaba sola, era de noche, se metió al río para bañarse, estando ya desnuda tuvo una contracción, se colgó de la rama de un árbol, sintió un intenso dolor, luego otro y ella ahí, colgada, rezando para que no le pasara nada, comprendió que algo había salido de su cuerpo cuando vio burbujas sobre el agua, apretó los dientes, cerró los ojos, al volver a abrirlos vio un pequeño bulto que se llevaba la corriente. Llegó a la orilla, se desvaneció, volvió en sí, caminó penosamente de regreso a casa.

Decían mis mayores que los males no llegan solos, meses después del malogrado parto, una madrugada las campanas de la iglesia tocaron a rebato, la población se congregó en el atrio, el día anterior Manuel salió con el hato de borregos, al atardecer cayó una tormenta, lo esperaron toda la noche, pero no volvió, brigadas de hombres lo buscaron por el monte, a lo largo del recorrido hallaron pequeños grupos de ovejas que pastaban -espantadas-, así como los cuerpos destazados de otras, que mostraban horribles mutilaciones. Culparon a los temibles lobos y a los pumas que últimamente pululaban en la región, pero del pelirrojo, nada. Pasarían varios meses para que hallaran su cadáver putrefacto, dentro de una cueva, sus padres lo reconocieron por la ropa porque su cabeza, a pesar de los esfuerzos realizados, jamás fue hallada.

Ciudad de México,
Agosto de 2024