Por: Mónica Teresa Müller
Regresé de un trabajo de doce horas y de soportar al patrón con los cambios de humor; era lógico que necesitara algo que mermara mi estrés. Trabajé con mis pensamientos dirigidos a ella. Es increíble, pero al recordarla, sentí como si un bálsamo me hubiera dejado en un relax que modificara los dolores con que la vida suele, muchas veces, maltratarnos.
Siempre me dije, por lo bajo, que debo tener una meta que me aliente cada día. Tuve metas, estudié, pero siempre hay un “pero”, y acepté un trabajo que no hubiera pensado, en otros tiempos, aceptar. Sí, pienso en algo que me acaricie durante las tantas horas fuera de mi casa; algo que signifique placer para los sentidos y se transforme en la terapia diaria, personal y confiable porque la puedo manejar a mi antojo.
Nada de ir a terapistas que nos indican tirarnos en un diván; vaya a saber cuántos dejaron sus problemáticas en él. No, no voy a caer en eso. Demasiado que pase, la mayor parte del día en un andamio y que ese trabajo me permita ver las diversas situaciones de la calle.
Como hoy, que un pibe chorro le arrancó a una chica la cadena de oro del cuello y casi la tira del puente. Ella no se quedó quieta, al contrario, salió a perseguirlo. Pobres los vendedores ambulantes que se encontraban al costado junto a las barandas, la joven con el apuro, desparramó las mercaderías para todos lados. Y yo sobre el andamio sin poder hacer nada. Por la bronca casi hago balancear la estructura que sostiene las tablas; el capataz me gritó como si en vez de hablarle a un ser humano, se dirigiera a un extraterrestre. La chica buscó a un policía. A lo lejos vi que se acercaba el chorro y como pude, les grité para avisarles. Experimenté la satisfacción de haber sido útil. El policía había llamado a otros compañeros y cuando el pibe chorro pasó cerca, lo detuvieron. Seguro que la chica iba a hacer la denuncia y capaz recuperó la cadenita. Sentí que por alguna causa secreta de la vida, yo estaba ahí como si fuera un guardián de la piba. Y fui feliz. Otra vez me dije: “¿Viste que no tenés que ir al terapista?” y mi otro yo me contestó al toque: “Sos único, viejo. Tu terapia es estar en lo alto ¿viste? De esa forma vas a ser un ayudante de Dios en la tierra.”
Ahora, no me agotan las doce horas de trabajo ni me molesta el patrón con las macanas que dice.
Cuando abrí la puerta de casa recordé que ella estaba, que no iría a trabajar. Pensé que merecía un poco de relax; darse cuenta de que nos teníamos cerca, uno junto al otro. No me importó que las horas para vernos fueran pocas, importa que durante el tiempo que no nos vemos, nos hacemos falta. Me di cuenta de que el verdadero amor es pertenecer al amor.
Día tras día, agradezco cada cosa, cada momento que me haga ver, dentro de mi humildad, que es importante observar desde mi lugar en el andamio como caen las hojas en el otoño y como resurgen en primavera. La vida es eso, un volver a empezar a cada instante, sin bajar los brazos.