Por Mónica Teresa Müller

La sorprendió desde que lo vio pasar por la puerta de su casa. Ella salía con apuro para la oficina porque acostumbraba no preparar todo lo que tenía que llevar con antelación. Luis Mi habría cantado a ese amor no inicial, con la voz privilegiada que Mía adoraba. La intrigó la tranquilidad del andar de él y el perfume, sí, ese perfume que ingresaba a ella con un toque de audacia, que quizá fuera la marca en el orillo de la figura masculina; la gorra que llevaba era como un escudo que le prohibía mostrar sus ojos.

El otoño incipiente fue otro condimento para el sentimiento de Mía. De esa forma pasó el invierno y comenzó una primavera capacitada para los temas del amor. Pero nada sucedió. Ella sentía que él encajaba en el modelo de hombre que le gustaba para enamorarse.
La vida, a veces, nos acerca sorpresas porque pareciera que todo es una novela con capítulos ya escritos, al tiempo que transcurren nuestros días.
En la reunión de su mejor amiga a la que la joven estaba invitada, se encontró con él. Ambos se ofrecieron las mejores sonrisas y los labios se distendieron como si una mutua y previa aceptación, los hubiera marcado en el juego de los sentimientos.

A ese encuentro se sumaron otros. A medida que los días pasaban, las distancias se acortaban. Ella no era una mujer vulgar y él no era un tipo perfecto.
El percance de perder el trabajo, sumió a Mía en una depresión incontrolable, necesitaba de la compañía del que creía amar.”No me reproches si no puedo estar siempre”, le dijo el hombre. “Te necesito, la soledad es terrible.”, confesó ella. “Poné buena música, que te va a acompañar”. Donato no sabía de necesidades o mejor dicho, las conocía, pero para recordar debía retroceder a una memoria remota y esa no era su intención.

“¡Ya tengo trabajo!” y un: “Me alegro”, fue la respuesta. La duda sobre el amor del hombre se le insinuaba a partir de cada mirada; bien dicen que los ojos no mienten. Mía sentía que la presencia de Donato no representaba aquello que había soñado, debía resolver la situación sin engañarse. Si le hubieran preguntado por algo que tuviera pendiente, diría:”Deseo sentir que el amor existe.”

Ubicado en su lugar favorito del salón en el que se había hecho la reunión, organizada por una conocida circunstancial, la vio. Estaba sola unas mesas más allá. El cabello era una cascada de rulos que daban marco a un par de ojos de mirada que se perdía en el entorno. Era ella y no se había equivocado en acercarse y buscar amistad con la que pensaba era la mejor amiga, según lo corroborado. Debajo del cuello de la camisa una cadena brillaba como si fuera un semáforo en rojo, que llamaba la atención.

Él sabía de las miradas de ella por las mañanas en las que se perfumaba por demás, para que lo identificara. La gorra evitaba que Mía viera que una sonrisa insidiosa coronaba el rictus de la cara.

Y en esa noche de solitarios en la que bullía la desesperada súplica por cariño, él estaba dispuesto a calmar. Y de esa forma pasó el tiempo.

Donato decidió dar por terminada la función. Cuando Mía regresó del nuevo trabajo e ingresó a su departamento, vio que un papel estaba pegado en la puerta de la habitación. “Hola, hermosa. Decidí marchar. Me llevo algunos recuerdos para no olvidarte del todo. La verdad que no comprendí por qué te deprimiste cuando perdiste el trabajo, tenías con qué poder mantenerte. Cuando nos “conocimos” en la fiesta de tu amiga, llevabas puesta, debajo de la camisa según vos, una cadena que era de tu abuela, macanas, se llama gargantilla. Me olvidaba y también las pulseras de oro harán que te tenga siempre presente. Te abrazo suavecito, para que no rezongues.”