Por Mónica Teresa Müller

En qué jardín de de la época de mi niñez no había dalias. Y otra vez, mi querido Adrogué natal lleva la delantera en los recuerdos.

La casa de mamama, como llamaba a la madre de un tío político, tenía magia. El nombre para la mayoría era Elena, la vasca, doña Elena para casi todos. En el jardín de entrada de la casa se mezclaban dalias con calas, lilas, rosas y pensamientos, en un derroche de color y aromas.

El pasillo de ingreso y la puerta de madera hecha en el taller del fondo con el cartel de “Ongi etorri”, te decía que siempre ibas a ser bienvenido. Había más dalias en el fondo de la vivienda, allí la cosa era diferente; las dos higueras nacidas de los brotes de un árbol de mi abuelo, golpeaban el deseo de saborear los frutos. Un alambrado romboidal separaba el gallinero y junto a él, el pequeño lago casero con los patos, que provocaba a quién llegara hasta ese lugar del jardín trasero, un respiro profundo al estar en contacto directo con la naturaleza. Todo era para disfrutar.

El cielo adroguense acaparaba como si fuera una máquina de fotos gigante, las imágenes inolvidables de los días transcurridos en la casa de mamama. La anciana de cabello cano, llevaba aros de perlas que acompañaban el vaivén de la hamaca de mimbre en la que acostumbraba a estar durante varias horas del día. Elena tejía carpetas con sus agujas de crochet, carpetas que regalaba a cada miembro de la familia; sobre ellas, los portarretratos y floreros de cristal mostraban los diseños con orgullo y demostraban su paciencia. Elena era un ser adorable.

La tersura de sus manos y sus caricias eran el mimo deseado por nosotros, los niños que en aquellos años nos acercábamos y quedábamos prendados a su alrededor con nuestras manos en los brazos de ella para viajar con el balanceo suave de la hamaca.

Siempre tenía una historia para contar, para que recorriéramos países de duendes y princesas enamoradas de príncipes lejanos.

Los pensamientos ocupaban un lugar de preferencia en una maceta alargada que estaba cerca de mamama. No sólo nos dejaba tocarlos con suavidad sino que nos había enseñado a que les debíamos hablar a todas las plantas. “Van a ver qué hermosas se ponen”, nos decía.

Mientras ella charlaba con mis primos y yo, no podía dejar de mirar sus aros de grandes perlas que parecían bailar al compás de la reposera de mimbre. “Mamama, cuando te mueras ¿me vas a regalar tus aros? Ella me miraba con ternura. “Sí, tesoro, van a ser para vos”, contestaba y luego me besaba la mejilla al tiempo que acariciaba mi cabeza.
Aquella inocencia se mezclaba con el deseo de tener algo que le pertenecía y que usaba todos los días. Era recordarla sin límites.

Los años pasaron de manera irreversible y aquellos pequeños crecimos. Mamama partió sin dejarnos porque siempre, en cada cosa, estaban sus historias, los consejos que perduraron y formaron parte de nuestras vidas como ejemplos a seguir.

Todos formamos familias. El día en el que me casé, doña Elena, la vasca, estuvo muy cerca a pesar de su viaje eterno. Un par de aros de perlas colgaban y se balanceaban de los lóbulos de mis orejas al son de la marcha nupcial. En un cajón de mi mesa de noche estaba una cajita guardada por años con una nota adentro que decía: “Querida niña, te dejo el regalo que quizá uses en tu boda. Que seas muy feliz. Te adoro, Mamama”. Y los pensamientos fueron los artistas del ramo.

Sí, eran “tiempos felices…sin saber que lo eran”.