Por: Alejandro Ordóñez

Ocurrió en mi pueblo, un pueblecito ubicado en las inmediaciones de la llamada Peña de Bernal, tercer monolito más grande del mundo. La familia se dedica a los hilados y tejidos, poseemos un taller -desde hace por lo menos tres generaciones-, que ha ido pasando de mano en mano; las alfombras y otras artesanías que salen de nuestros telares son muy apreciadas por los extranjeros. Los herederos de esa fama y encargados de preservar la tradición son mis padres y algún día seré yo; cuentan que desde pequeña di muestras de haber heredado la sensibilidad de mi madre, pues soñaba cosas que habían sucedido en el pasado u ocurrirían en el futuro. Afirman que mi carácter huraño, introvertido y caprichoso suele cambiar cuando entro al taller donde soy cobijada por el afecto de las obreras, quienes me han enseñado a usar los viejos telares que en desprecio a la modernidad seguimos usando. Podríamos afirmar que aprendí pronto los secretos del oficio y dada la facilidad para el dibujo y la pintura, empecé a producir, yo sola, lo que la gente considera pequeñas obras de arte.
Algo que preocupa a mis padres es la rapidez con que pierdo el control si algo me contraría y el sonambulismo cuando estoy nerviosa. Algunas noches me levanto a caminar sobre el angosto pretil de la azotea con riesgo de tropezar y caer al vacío, o salgo descalza a la calle. Al llegar a la adolescencia, dadas las frecuentes perturbaciones -para que me relajara-, decidieron llevarme a la playa. Una mañana encontraron la habitación vacía, me buscaron sin éxito en la zona de albercas, jardines y restoranes del hotel; llamaron al servicio interno de vigilancia, después a la policía local y no fue sino hasta el oscurecer cuando dieron conmigo; estaba ausente, sentada en una roca del acantilado -al final de la playa- y no respondía a sus preguntas; ya de regreso a casa, papá comprendió lo grave que podría resultar si volviese a entrar en crisis, así que decidió tomar providencias. Compró uno de esos modernos relojes inteligentes que se pusieron de moda, que era a la vez teléfono, calendario, correo electrónico y, maravilla de maravillas, contaba con geolocalizador satelital, de tal forma que aunque estuviera apagado podría guiarlos hasta el sitio exacto donde me encontrara; para evitar que pudiera perderlo ordenó al joyero reforzar la correa plástica con pulseras metálicas de color negro y como complemento instalaron un broche que sólo podría abrirse introduciendo una pequeña llave, de esas llamadas allen.
Fue una noche con intensa lluvia y tormenta eléctrica, amanecía cuando descubrieron la ausencia, el reloj indicó que me encontraba en la cúspide de la peña, pidieron apoyo a la brigada de protección civil y fueron a buscarme. Estaba tirada sobre la roca, de nuevo en trance y sin dar muestras de reconocer ni el sitio donde me encontraba, ni a mi afligido padre que intentaba darme unos sorbos de café caliente. Contra lo esperado estaba ilesa a pesar de los rayos que debieron caer alrededor. Ya en casa recuperé la tranquilidad y empecé a platicarles. Tuve un sueño horrible, todo parecía real -abracé a madre-, imaginen la desesperación, no podía regresar a casa, estaba sola, en un lugar desconocido, en medio de una calle sombría, alumbrada sólo por la luna, de pronto se me vino encima un carruaje que corría a gran velocidad, el estruendo de las ruedas al girar sobre las baldosas y los relinchos de los caballos eran ensordecedores, sentí que una mano me jalaba, justo cuando estaban a punto de atropellarme, caí al piso húmedo. ¿Qué os pasa muchacha -escuché- estáis loca?, qué ocurrencias, arrojarse al paso de la berlina real. ¿Cómo os llamáis? ¿Dónde vivis? Y como viera que no atinaba a dar respuesta, prosiguió. ¿Quién es vuestro marido? Negué con la cabeza. ¿Eres soltera, pues qué edad tenéis? Quince años, señora. Vaya que os estáis tardando, más vale que os apresuréis, porque si no… ¿Dónde estoy? ¿Cómo es posible que no lo sepáis?, estáis en la Villa de Madrid, residencia de nuestro amado rey Felipe IV, a ver si os vais enterando; y luego, como viera mi aturdimiento, me llevó a la hilandería de su propiedad, donde recibí el cariño de las obreras, quienes compartieron conmigo sus alimentos; la hija de la patrona, compadecida por lo ridícula que debo haberme visto con la pijama rosa, me obsequió una falda ampona de un azul casi negro que llegaba hasta los tobillos, una amplia blusa blanca y una cinta del mismo color para recogerme el cabello sobre la nuca. Al atardecer la patrona, en tono ceremonioso, dijo, en tanto recuperáis la memoria podréis quedaros en el taller, señaló un jergón hecho con esparto y hierbas y una manta de algodón tal vez salida de sus telares, es lo mejor que puedo daros, vuestra primera tarea de mañana será recolectar los orinales y arrojar su contenido a la calle -qué asco, pensé-. Tomó el candelabro donde ardía una vela y se dirigió a sus habitaciones, dejándome en absoluta oscuridad, recordé las palabras de papá, traté de comunicarme con él, pero el reloj había dejado de funcionar, por un momento pensé quitármelo y arrojarlo al suelo, pero recordé que era la única esperanza para ser localizada. Estaba deprimida, no teníamos baños en el sentido de los que había en casa, usaban un orinal o iban a una apestosa fosa séptica, pero sin luz eléctrica y sin una candela, ¿cómo? La joven designada como mi maestra me sentó frente al telar para poner en práctica sus instrucciones, lo cual fue sencillo pues el funcionamiento de éste era muy parecido a los nuestros, así que para la hora de la comida me había vuelto ducha. Sin autorización y a escondidas elaboré un mantel con el diseño de unas mariposas, idéntico a los que hacemos, lo que me ganó el cariño y el respeto de la jefa y de las compañeras. En los contados instantes de descanso iba hasta el fondo del salón para admirar el enorme gobelino que tejían personalmente la patrona y su hija, donde aparecían un cupido y tres señoras, una de ellas con casco militar, “El rapto de Europa”, lo llamaban.
Una mañana, en ese mundo de mujeres escuché la voz de un varón, sorprendida o tal vez por instinto corrí a ocultarme entre el grueso cortinaje. Demasiado tarde, escuché la risa franca del hombre y luego su voz amable, ¿tan feo estoy como para espantar a una joven doncella? Sal, no habré de comerte. Abandoné el escondite -sonreí apenada-, fingí no haber escuchado, volteé a ver a la obrera que operaba la rueca; al fondo la patrona seguía trabajando en el gobelino, pero su hija volteó hacia el caballero y con voz zalamera, dijo: don Diego, ¡qué gusto!, ¿a qué debemos el milagro de su presencia en estos rumbos? Se escuchó la sonora carcajada del caballero quien se encaminó hacia donde estaba la dueña, pero se detuvo brevemente para decirme, juro por la virgen santa que sois idéntica a mi hija Francisca cuando tenía tu edad, esa risa fresca y esa coquetería inocente es la misma; ignoro cómo os llaméis pero habréis de permitirme que os llame Francisquita y así me llamó cada vez que visitó a la patrona. Don Diego parecía ser un personaje muy querido en ese sitio, traté de investigar algo de él pero mis compañeras, que no sabían leer ni escribir, ignoraban todo. Regresé a mi puesto y desde ahí los vi platicar, algo habrán comentado de mí pues no dejaban de verme. Don Diego se acercó a despedirse, estaba inquieto, como si tratara de decirme algo, acarició su largo bigote, luego su barba, caminó hacia la salida, regresó, me miró indeciso, buscó en sus bolsillos, tomó mi mano, la extendió, depositó una moneda y cerró mis dedos; una moneda de cobre, de ocho maravedís brilló en mi palma. Lo vi pocas veces, siempre cariñoso y generoso conmigo, por eso su recuerdo perdurará en mi mente como una de las escasas personas de quien recibí afecto y ayuda, poco tiempo después, ignoro cuánto, supe que había fallecido, me llené de pena, volvió el desasosiego, sentí su deceso como propio, igual que si el muerto fuera mío. Habiéndolos perdido a ustedes, volví a sentirme sola en el mundo, creí no importarle a nadie, salí corriendo enloquecida, había llovido toda la tarde, pero el cielo estaba limpio de nubes, las lustrosas baldosas de la calle brillaban bajo la luz de la luna llena, escuché los gritos del cochero, el estruendo de las ruedas al girar sobre las piedras y el relincho de los caballos, un relámpago iluminó el cielo, mientras un rayo ensordecedor caía sobre la cúpula de la iglesia cercana, me deslumbró su resplandor pero alcancé a ver aquello que se me venía encima, era la lujosa berlina, adornada con piezas de oro, de nuestro amado rey Felipe IV, caí desmadejada, perdido el sentido, me despertó una mano que cariñosa acariciaba mi barbilla, recibí un beso en la frente, eras tú, padre, que habías ido al rescate, sonreí, escuché el zumbido del reloj, comprendí que había vuelto a funcionar y gracias a él habías dado conmigo.
Me miraban, sorprendidos, sin saber qué decir o pensar. ¡La moneda, madre, la moneda! exclamé en tono desesperado, ella me vio espantada, temiendo que hubiera enloquecido, pero insistí con la misma cantaleta. De pronto recordé algo. ¡La falda, madre, la falda! ¿dónde está? No la hayas tirado. Me entregó la prenda, pedí unas tijeras, corté apresuradamente la parte inferior de la bolsa de la ampona falda oscura, retintineó una moneda de cobre al caer sobre la mesa. La coloqué sobre la palma de la mano y se las enseñé, era una moneda de cobre, de ocho maravedís, en el anverso se veía una leyenda que la circundaba: HISPANORIUM.REX.1623 y en el anverso otra que decía: PHILIPUS.IIII. D.G. 1635 -año de su emisión-, el escudo de armas del monarca y el número 8, que corresponde a su valor; es decir, ocho maravedís.
¡A España, tengo que volver a España! Por favor llévenme a Madrid, debo regresar, no me vean así, no estoy loca, no estoy inventando, aquí está la prueba de que digo la verdad, no lo soñé. ¡De veras, no estoy loca, lo juro!
El viaje a Madrid estaba resultando un fiasco, a pesar de los esfuerzos no fui capaz de reconocer algún sitio, la Iglesia de San Juan Bautista fue derruida; el Alcázar Real se incendió en 1734; El Palacio del Buen Retiro fue arrasado durante la guerra de independencia en 1832 y sólo se conservan algunos edificios que en la actualidad forman parte del Museo Nacional del Prado, así como sus jardines. Decepcionados decidimos visitar el museo antes de abandonar España. Cuál sería nuestra sorpresa al llegar a la sala donde se expone la obra del famoso pintor español, Diego Velázquez. Madre corrió hacia un enorme lienzo, de 2.930, por 2.225 metros, llamado “Las hilanderas” fijó su atención en el lado izquierdo del cuadro. Eres tú, gritó histérica, eres tú, los mismos rasgos, tu mohín de inocente coquetería… La gente se congregó al escuchar sus gritos, veían sorprendidos a la joven de la pintura -que se ocultaba entre el cortinaje del salón- y a la que tenían enfrente. ¡Son idénticas!, gritaban eufóricas, como si hubiera sido yo la modelo del maestro. Al fondo se veía el gobelino que describí al despertar, a uno de sus costados, dando la espalda al pintor, la patrona del taller; a su lado, la hija, dando la cara hacia el frente, como si reconociera al pintor. Vean, dijo padre, señalando a una mujer, falda oscura, blusa blanca, pelo recogido en la nuca, con una cinta también blanca, estirado el brazo izquierdo, -devanando una bola de estambre- en cuya muñeca se aprecia el extensible negro del reloj inteligente y unas pulseras metálicas.
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Nota del autor
Afirma Calderón de la Barca que la vida es sueño y los sueños sueños son. Parafraseando al dramaturgo podríamos decir que también la literatura es sueño y los sueños sueños son, y si alguien deseara saber el porqué de esta afirmación sugeriría entraran al vínculo https://historia-arte.com/obras/las-hilanderas donde encontrarán la fotografía de una pintura de gran formato, del genial Diego Velázquez, llamada “Las hilanderas”, ahí podrán observar a la joven medio oculta tras el cortinaje del estudio, al enorme gobelino “El rapto de Europa” y frente a éste a dos mujeres; también verán a una moza devanando una madeja, vestida con falda oscura, blusa blanca y una correa negra rodeando su muñeca izquierda, semejante a un reloj inteligente.

Ciudad de México, septiembre de 2024.