Por Everardo Chiapa Aguillón
Apenas hace una semana y pocos días, tomaron protesta 83 de los 84 titulares de los ayuntamientos del estado de Hidalgo. Independientemente de la nada sorprendente tendencia en el voto (sobra mencionar por qué), es de llamar la atención que la entidad se caracteriza por ser, ahora, después de la Ciudad de México, la de mayor paridad de género entre las personas que encabezan las presidencias municipales.
De las 83 personas que tomaron protesta el pasado 5 de septiembre, 42 son hombres y 41 mujeres. Esto marca un hito en la paridad de los procesos electorales a nivel local, que se ha dado, en parte, como resultado de una serie de medidas que han garantizado el acceso a mujeres a puestos ocupados históricamente por hombres. Sin embargo, la implementación de tales medidas ha traído tanto avances como desafíos.
Las acciones afirmativas, como medidas temporales que buscan garantizar que grupos marginados tengan representatividad equitativa en los espacios de toma de decisiones, han cobrado mucha relevancia en los últimos años.
En Hidalgo, no solo se ha buscado garantizar la paridad de género, sino la llegada de miembros de varios grupos de atención prioritaria (reconocidos así en las reglas de postulación de candidatos) a los cabildos, por ejemplo, jóvenes, integrantes de comunidades indígenas y personas con discapacidad. Desde luego que es deseable que haya una mayor inclusión en la participación política de la ciudadanía, pero parece que el propósito de ser inclusivos y eficientes de manera simultánea complejiza los procesos, no se diga los electorales.
La problemática, entonces, no consiste únicamente en reconocer que, durante décadas, los grupos minoritarios se han enfrentado a discriminación y a la imposibilidad de acceder a puestos de elección. El problema por resolver es, más bien, que las reglas que nos hemos impuesto funcionen para sus propósitos. Es por ello que, en ocasiones, las acciones afirmativas corren el riesgo de apuntar simplemente al cumplimento de cuotas y no necesariamente a buscar objetivos más allá de abrir la puerta a grupos ajenos a la clase política tradicional (¿acaso el logro en la paridad elimina el dominio e influencia de facto entre sexos?).
De nuevo, la movilización de iniciativas que establezcan cuotas de participación no es el problema, pero ha resultado más fácil eludir la discusión y la crítica que ser la piedra en el zapato. Eludir la responsabilidad de polemizar tiene entre sus recompensas la eliminación de culpas entre la opinión pública. Dicho de otro modo, se evita ser señalado como detractor y opositor de algo que por convención moderna debe ser.
Ahora, no son precisamente los promotores de las acciones afirmativas quienes asumen todo el costo de la complejización que acarrean en un proceso electoral. Los partidos políticos, ante la necesidad de postular candidatas y candidatos (cumpliendo de por sí con cuotas de género), deben apegarse a las reglas que les exigen seleccionarles de entre miembros de grupos de atención prioritaria, echando mano de lo que encuentren y de quien se deje.
Pero ¿qué tuvo que pasar para que no nos diéramos cuenta de que el diseño de reglas como esas podría generar incentivos perversos? Para ver las consecuencias, basta con echar un vistazo a lo sucedido con ocho personas electas para ocupar sus respectivas presidencias municipales en Michoacán, quienes se identificaron como personas transgénero, a fin de cumplir con criterios de postulación. ¡Vaya gambeta que confeccionaron! Total, ni quién los fuera a cuestionar (y si sí, ¿por qué?).
Algo similar sucede con cada uno de los grupos minoritarios a los que van dirigidas el conjunto de acciones afirmativas, al menos en nuestro estado. En el caso de las personas indígenas, las acciones han propiciado la generación de algo que se asemeja a un mercado de adscripciones, donde algunos y algunas logran tramposamente cubrir el requisito que le marque la regla, consiguiendo su postulación como miembro de la comunidad indígena. Pero esto no es el único problema en torno a las acciones afirmativas, sino también lo es la resistencia que muestran los partidos políticos, pues se pueden interpretar como imposiciones que limitan su libertad para elegir candidatos.
Esto se puede traducir en, primero, que los partidos se vean forzados a sacrificar perfiles por cumplir con cuotas y, segundo, que se pierda eficiencia en la búsqueda y registro de candidaturas (consumiendo más tiempo y otros recursos).
Otra de las implicaciones que se han experimentado con las acciones afirmativas tiene que ver con efectos de sobrerrepresentación. Si bien se ha logrado paridad de género entre las personas titulares de los ayuntamientos, la integración de los cabildos arroja un desequilibrio considerable. Con base en información pública del Instituto Estatal Electoral de Hidalgo, en 70 de los 84 cabildos (83.3 por ciento), el mismo género tiene mayoría entre la totalidad de sus integrantes. De manera contraintuitiva para algunos, quienes tienen mayoría, son las mujeres.
Lo anterior responde a la acumulación de efectos donde, primero, se imponen cuotas a los partidos y después, el mecanismo de integración de cabildos produce tales disparidades. Se puede decir, entonces, que la relativa sobrerrepresentación de algunos grupos minoritarios se explica por los criterios derivados de las acciones afirmativas y sus efectos en los resultados de procesos electorales. Misma situación es observable cuando, de los 497 cargos que se asignaron a miembros de algún grupo de atención prioritaria, 275 (55.3 por ciento) corresponden a personas indígenas, muy por encima de cualquier otro grupo. Sin embargo, en el caso particular de las personas indígenas, esta relativa sobrerrepresentación no surge de una imposición de cuotas a partidos, sino a la exigencia de exclusividad para algunos municipios para postular candidatos indígenas. Este criterio, no lo tienen otros grupos de atención prioritaria tales como jóvenes o personas con discapacidad.
El debate no se desentiende de lo esencial que resulta garantizar que todos los grupos tengan la oportunidad de participar en la política, pero tampoco de lo fundamental que resulta que los líderes electos cuenten con las habilidades para gobernar de manera efectiva. La búsqueda de un equilibrio entre la inclusión y la competencia representa un desafío y un dilema constante para los partidos políticos. Lo complicado radica en ubicar el justo medio entre inclusión y mérito. No obstante, los procesos electorales topan con escenarios en los que ambos criterios se excluyen mutuamente: es uno u otro.
La lección que nos deja el último proceso electoral en Hidalgo es revisar y ajustar acciones afirmativas para evitar que se conviertan en herramientas de simulación o nuevas fuentes de exclusión, y de esa manera cumplan eficazmente su propósito. La salud de nuestra democracia depende de lo sesudo que sea el diseño de las reglas que guían procesos como los electorales y de que aquellos de quienes dependen dichos procesos no se lo tomen a la ligera (por esquivar la presión social). No hay, hasta la fecha, algoritmos infalibles que conduzcan la selección y postulación de candidatos de manera impecable, pero la experiencia nos indica que hay un muy amplio margen de perfectibilidad. Quizá sea esto un buen pretexto para poner a prueba un maridaje entre la política y la técnica.
*Everardo Chiapa Aguillón
Posdoctorante en El Colegio del Estado de Hidalgo*
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