Por: Alejandro Ordóñez

  Para el Capi, con el amor
de toda la familia.

Pusí mijo, la verdad que sí, pero fue hace mucho tiempo, con decirle que era usted un chilpayate ansina de chiquito. Pusí, sí es cierto, vinieron gringos, franchutes, gachupines y traiban unos perros ansí de listos y unos aparatos quesque para oír los ruidos de los atrapados; pero no mijo, ese no era asunto de perros ni de radios, era cosa de hombres, de meterse a punta de huevos entre improvisados túneles mientras veías cómo corrían esos rajones cuando caían las primeras piedras. Aunque no, a mí no me gusta hablar de aquello por eso cuando vinieron los de la tele a hacerme una entrevista los mandé a la fregada y luego, ¿que cuál es mi verdadero nombre? Pus topo, o cómo quieren que me llame si topo soy desde que abandoné mi casa cansado de aguantar los cintarazos quel cabrón de mi padre me acomodaba, y me vine a Hidalgo a trabajar en la mina, ende entonces topo soy, ¿qué chingaos quiere que le diga?
Supimos que habían venido rescatistas gringos, gachupines y franchutes, y ahí sí que siento cómo me enmuino y me encabrono y que pregunto a gritos: ¿Los gachupines, a qué vienen después de que durante tres siglos nos trataron pior que a los perros que ahora mandan? ¿Los franchutes? ¿Qué, se les olvidó lo de Maximiliano y las corretizas a Juárez o revivieron Miramón y Mejía? ¿Y los gringos invasores, qué?, ¿o los niños héroes murieron de plano a lo pendejo? ¿Y ustedes piensan quedar ahí nomás mirándose? Yo no, mañana mismo me voy a México. Y que ve pues, topo, pero lleva la solidaridá del sindicato
-Creo que yo salí como mi agüela Sabina, aunque esa sí que era una mujer chingona, sabía todo ende endenantes de que pasara, por eso cuando mi madre dijo que se arrejuntaba, ella le contestó: ese hombre ansí y ese hombre ansá y mi madre: no, ¿pus cómo? pero luego la vida le demostró que sí era ansina; por eso al soñarlo perdido en la oscuridad se me rompió el alma y como las cosas las manda Dios, me puse a rece y rece. Arreglé sus cosas pal viaje y le puse una estampita de la virgen porque sabía que iba a necesitarla. Cuando mi marido llegó ya estaba más tranquila aunque al verlo me rajé y llore y llore…
Llegué a la ciudá, las sirenas enloquecidas recorrían sus avenidas y la noche se teñía de rojo ora por los incendios y los faros intermitentes de las brigadas de auxilio, ora por la sangre de sus víctimas. Pa mí que la ciudá estaba gravemente enferma, era como una agotada parturienta que sin más se hubiera echado a la orilla del camino y de vez en vez nos permitía entreabrir sus ruinas pa sacar de sus entrañas a esos hijos que ora paría vivos, ora paría muertos. Los voluntarios, cubiertos de tierra y de sudor, removían los montones de cascajo, de pronto me pareció oír un gemido, busqué una grieta y me jui colando por entre las piedras. Era de día cuando por fin di con ella. Voy a sacarte, le dije, no tengas miedo y ella que sí, pero que hay otra allá en el fondo y yo que sí, que sí regreso, pero ora vamos y al salir a la luz del sol los aplausos y las risas de los doctores que corren a atenderla y aviso que hay más y muy machos corren tras de mí y ya que ven la hendidura: no, pus no, la mera verdá que no. Sólo un rescatista francés y su perro me siguieron. Cuando regresamos con ella la gente se peleaba por arrebatárnosla pa salir en la tele y yo que soy de pocas pulgas que los mando a la chingada. ¿Quieren rescatar víctimas? Allá adentro hay munchas, nomás que hacen falta huevos…
Ese rescate hizo que me volviera amigo del francés y del perro y aunque no nos entendíamos muy bien sacamos a tres niños que se encontraban en sus cunas, para entonces las ruinas tenían un pesado olor y sabor a muerto porque la muerte no sólo huele feo, también sabe feo. Al principio sientes el hedor en la nariz, luego un sabor amargo y agrio se apodera de tu lengua y paladar, llega al estómago y empiezas a vomitar sin control, hasta que te acostumbras.
Un día nos llevaron a Tlalpan, una obrerita estaba atrapada en el piso alto de un edificio que amenazaba con caerse. El jefe de las brigadas nos explicó: subiríamos a un edificio vecino, brincaríamos a otro y de ahí bajaríamos por unas reatas y yo cuando vide aquello dije no, pus no y no, ni madres, si subo ahí capaz que me doy una rompida de madre que Dios guarde. Soy topo, acuérdense bien, no soy águila y eso que me piden sólo lo puede hacer un águila, hacer eso sería tanto como subir a un topo a la azotea, aventarlo desde ahí y decirle: órale cabrón, vuélele. No, ora sí que me perdonen pero no. Y uno dice que no porque está seguro que no, pero el franchute me animaba y otro traducía: dice que no tenga miedo. ¿Quién, yo? ya parece. Que eso se llama rapell y que en Francia lo hacen hasta las mujeres. ¿Sí?, pues dígale que me vale madres. Pero luego no queda sino decir que sí, ¿pus que otra cosa? Llegamos a la azotea, la gente se veía chiquita y la sensación del vacío me mareaba, que m’hinco y me santiguo y rece y rece, que me agarra el francés y ahí venimos como flecha, brinque y brinque como chivas locas, mientras él soltaba la risa y yo el llanto.

Los días pasaban, cada hora transcurrida era una batalla ganada por la muerte. Nuestros mermados cuerpos libraban una angustiosa batalla contra el tiempo. Llegó una buena noticia: el débil llanto de un recién nacido. Habían cavado un frágil túnel. Sólo se animaron el franchute y el perro. El niño estaba muy adentro. La cantidad de piedras y de arena que caían era como pa espantar al más pintado. Con viguetas y palos jui apuntalando el techo. El niño no había parado de llorar, me acerqué por unas rendijas y estiré mi mano pa tocarlo. Ya mi niño, le dije, ya estamos aquí, venimos a sacarlo, verá usté ques cosa de un minuto y en eso estábamos cuando el perrito empieza a gemir y a tronar el edificio. El franchute salió disparado, yo no corrí y no porque sea muy macho, no corrí porque dejar al niño solo, era entregárselo a la muerte, así que esde onde estaba vi cómo caían las losas y desaparecía el túnel bajo una nube de polvo. Temblaba yo, estaba empapado en sudor, tenía la boca seca, terrosa, dormida, incapaz de soltar el grito de espanto que venía desde adentro. El primero que reaccionó jue el perro, corrió hacia donde había estado el túnel y entre aullidos rascaba buscando la salida. Traté de tranquilizarme, lo primero era llegar al niño, luego buscar el escape. Para no deshidratarme necesitaba agua y tráiba una botella, pal niño tenía suero; además pa abrirme camino entre las piedras tráiba mi barreta y la lámpara de minero. Llegué hastal chilpayate, lo cargué, le di a beber suero y le hablé pa tranquilizarlo: ah que mi niño, a poco pensó que lo dejábamos morir; no señor, usté va a crecer ansí de grande, verá como entre este perro y este topo lo sacamos. Y el niño ¡gu gu! y yo robándole al miedo las palabras. Usté tenga confianza, verá como la virgen lo protege. ¡Gu gu! Y que veo esos ojotes negros que no dejaban de mirarme. Y yo: válgame Dios si es un ángel. A ver perrito, dice el franchute que es usté re inteligente, vamos a buscar otra salida y el perro ladre y ladre hasta que me doy cuenta que no entiende y pienso que adónde iremos a parar si él no habla español y yo no hablo francés. Después con la barreta voy golpeando los muros hasta que escucho un ruido hueco y luego a cavar con todas mis juerzas. Pasan las horas, ¿los días? No puedes más, tu cuerpo agotado no responde, casi te abandonas a la muerte. De pronto recuerdas el viejo truco. Buscas un papel, sólo tienes la estampita de la virgen, esperas que no le importe a ella. Prendes el cerillo y acercas la imagen encendida a las grietas que detectas, vas y vienes sin resultado, cuando estás ya para quemarte descubres una hendidura que succiona el papel como si juera una chimenea, gritas de alegría y reinicias el trabajo. Al principio es un punto débil que brinca con el movimiento de la barreta, después el hueco aumenta y el ruido de los hombres crece. Das y das de golpes, el concreto cede, ya pasa tu puño, luego tu brazo, asomas la cabeza y ves que tienes el paso franco a un túnel que va al exterior. Abandonas la cuna y la barreta, cargas al niño y con el perro pegado a tu costado caminas con paso firme hacia la vida…

Epílogo.
Los hombres abandonan sus labores y corren a recibirte. Se hace un silencio de camposanto, algunos se santiguan, otros lloran. De pronto la gente reacciona, grita, aplaude, ríe. Entregas al niño, el franchute te abraza.
El rescate terminó, vas a despedirte del niño quien te mira fijamente con sus ojos profundos y agita brazos y piernas. Así, así, haga muncho ejercicio pa que crezca y sea juerte. Pides permiso pa cargarlo y darle un beso en la frente. Más tarde el adiós al franchute quien te besa los cachetes. El perro te lame y tú, como queriendo disfrazar tus lágrimas, ocultas la cara en su cuello.

Años después la visita de la tele al pueblo, que si les das una entrevista, y tú que no, que no hace falta, y un día llega a tu casa un auto, baja de él un joven y corre a abrazarte. Llevo años buscándolo, dice, es usted como mi padre a quien le debo la vida y tú le dices que no, que él es el recuerdo más bonito que guardarás hasta tu muerte…

Pero no llore cabrón, ¿qué no tiene huevos? Pues sí apa, pero si usté también está llorando. Me rasqué la cabeza y le dije, pusí, sí es cierto, pueque a veces llorar sea cosa de hombres, pueque pa llorar a veces se necesiten munchos huevos.