Por: Abraham Chinchillas 

Sin duda alguna, presenciar la toma de protesta de una mujer a la presidencia de la República ha sido un hecho conmovedor. Más allá de las filias y las fobias políticas, el hecho en sí es más que un hito histórico en México; significa un cambio radical en el esquema de los roles de género, sociales y por supuesto políticos que, a pesar de lo que se diga, siguen siendo sesgadamente tradicionales.
El inicio de un nuevo sexenio, encabezado por Claudia Sheinbaum, genera una serie de expectativas y renueva las esperanzas de corregir los rumbos que se presumen inciertos en una serie de políticas establecidas por AMLO que han generado descontento e incertidumbre en sectores de la población que no se contaban en los detractores de la 4T, por el contrario, eran grupos sociales que miraban con aprobación la llegada de la izquierda a la posición más alta de la política nacional. Creo fervientemente que, si su partido y la sombra de Andrés Manuel la dejan, la doctora podrá imprimir un sello personal a su presidencia que cambiará definitivamente la forma de mirar y ejercer el poder, y el acceso de las mujeres a esas posiciones. Reitero, si la dejan, podríamos pensar en que el suceso de tener una presidenta de México pueda repetirse dentro de seis años y un poco más.
Debo confesar que la única incomodidad que me generaba la posibilidad de que una mujer ganara la elección presidencial era de tipo lingüístico. Me explico. La palabra “presidente” significa “quien preside”, explicado burdamente es “el ente que preside”, por lo tanto incluye ambos géneros. De tal manera una mujer es “atacante” o “donante” y no “atacanta” o “donanta”. Hasta ahí, la resolución idiomática me era sencilla y me disponía a pasar seis años (cuando menos) discutiendo sobre el uso correcto de la “presidente Sheinbaum”. Pero como detesto a los quejosos, sobre todo a aquellos que querellan sin fundamento, me sumergí en la gramática española para sustentar mi perorata.
Cabe aquí una anécdota personal. Durante varios años me dediqué profesionalmente a escribir discursos sobre temas educativos. El primer tropezón en aquella andanza fue la obligatoriedad de usar el mentado “lenguaje inclusivo”. No me refiero a las idioteces de “todes”, “alumnes” o “amigues”, sino a la exigencia del “alumnas y alumnos”, “maestros y maestras”, “las y los estudiantes”, haciendo de los mensajes un trompicar continuo e innecesario. Si embargo, tras largos debates con mi entonces jefe (un viejo amigo al que quiero enormemente, Juan Benito Ramírez), juntos llegamos a la conclusión que el hecho de llevar ciertas palabras a la reiteración de ambos géneros era una deuda histórica de la peor ofensa social que ha azotado a este país: la invisibilización de las mujeres. Por lo tanto, mencionarlas significaba la reivindicación de su derecho a ser vistas, de reconocer su presencia y la importancia de su quehacer en todos los ámbitos sociales. A partir de ese día, deje de escribir esos discursos malhumorado.
Resulta entonces que el malhumorado lingüístico ocasional que esto escribe, encontró que la Real Academia de la Lengua Española, efectivamente ha aceptado el término “presidenta” ¡desde hace más de dos siglos! El registro académico en el diccionario de un femenino válido en términos como “dependienta”, “asistenta”, “infanta” o “intendenta” data de ¡1803! Esto incluye por supuesto, la designación de “presidenta”.
Una vez aclarado que nombrar a una jefa de estado “presidenta” no corresponde a las caprichosas modas del lenguaje “inclusive”, sino que tiene un fundamento lingüístico basado en “la presencia de las mujeres en distintos campos (que) ha dado lugar a la flexión con la partícula -a en nombres de profesiones u oficios”, según la nota de la misma RAE, le doy la bienvenida a la nueva presidenta de México, deseando que le vaya bien para que le vaya bien a esta patria, todavía tan maltrecha y tristemente dividida.