Por: Autor Alejandro Ordóñez. 

Estás ahí, lo sé, no podrás escapar, vas a pagar todo el mal que has hecho, te arrastrarás pidiendo piedad, ¡te voy a matar como a un perro! No creas que me engañas, estás ahí, escucho tu respiración, percibo tu miedo, eres un miserable cobarde incapaz de hacer frente a los problemas de la vida…
Extendió el brazo, oprimió el botón, el foquito rojo de la contestadora del teléfono fijo dejó de parpadear. Miró el reloj, las tres de la mañana. Trató de tomar un sorbo de agua; imposible, le temblaban las manos, las piernas, todo el cuerpo y un frío sudor subía y bajaba por su espalda. Intentó conciliar el sueño, tenía varias noches recibiendo amenazas, la primera vez cometió el error de contestar, lo que animó al tipo para decirle todo tipo de improperios; quiso identificar al fulano, pero no pudo; se escuchaba una voz gruesa -quizás distorsionada por algún aparato- debía tratarse de una gente corriente, pues sus expresiones eran vulgares. Como vía precautoria decidió apagar el timbre del teléfono, todas las noches, y silenciar los recados de la contestadora, aunque el parpadear del foquito rojo que anunciaba un mensaje no dejaba de inquietarlo.
Dispuesto a terminar con ese martirio decidió cancelar el servicio telefónico, se quedaría únicamente con el celular. Incapaz de probar alimento apuró una taza de café y salió con rumbo a la compañía telefónica. Esperaba la luz verde del semáforo, lo vio venir, un gorila, lentes oscuros que impedían ver las intenciones del sujeto, barba desaliñada de varios días, traje oscuro, corbata roja, tras la abertura del saco se veían fugazmente las cachas de una pistola. Golpeó suavemente la ventanilla del auto. Sintió derrumbarse nuevamente, temblaba y por su frente escurría el sudor; el tipo insistía, golpeaba cada vez más fuerte; bajó un poco el cristal y con voz grave preguntó al orangután qué se le ofrecía, un aliento a dentadura podrida golpeó su rostro. El tipo mostró el ostentoso reloj que traía en su muñeca, trató de entregárselo, se negó a recibirlo. El fulano repetía una y otra vez la súplica. Era una emergencia, había invitado a desayunar a una joven y no pasó la tarjeta de crédito, ella -angustiada- aguardaba en lujoso restorán. Se lo vendo o se lo empeño, es un reloj caro, me da usted su dirección, yo iré a pagar el préstamo y a recogerlo. Vio a hurtadillas el reloj, burda copia de un modelo de alta gama. El tipo, como no queriendo, dejó al descubierto la pistola que colgaba de su cintura. Comprendió que en cualquier momento los ruegos podrían transformarse en amenazas. Lo siento, dijo, no traigo dinero, extendió un billete que el tipo arrebató de mala gana; aprovechó el cambio de luz del semáforo, oprimió el acelerador dejando atrás al gorila, quien tuvo que brincar para no ser arrollado.
La empleada de la telefónica lo escuchó pacientemente. No se preocupe señor, no se imagina la cantidad de personas que han venido a cancelar el servicio; pienso que no es necesario. ¿Sabe él su nombre? Lo desconoce, entonces permítame decirle que no hay peligro. De seguro ignora con quién está hablando. Lo hacen para infundir miedo, en un descuido las mismas personas proporcionan datos que facilitan su localización y caen en la estafa, permítame una sugerencia, no se quede sin el servicio, si gusta puede cambiar el número, así elude al tipo que lo está tratando de extorsionar. Aceptó porque los argumentos de la empleada le parecieron razonables, bastaría con dar a sus amigos el nuevo número para no perder el contacto. Por fin, durante varias noches supo lo que era el sueño profundo y reparador, aunque no dejó de despertar en la madrugada y de buscar en la oscuridad el parpadeo del foquito rojo de los mensajes recibidos, pero nada turbó su tranquilidad.
¡Estúpido! No podrás escapar, date por muerto, me voy a vengar de todo el mal que has hecho, te tengo ubicado; luego la retahíla de groserías y amenazas, unos instantes después oprimió el botón de la contestadora, vio cómo cesaba el parpadeo del foquito rojo. Fue un error, se dijo a sí mismo, no debió hacerle caso a la empleada de la telefónica, pero si antes había sentido miedo ahora sabía lo que era el verdadero terror, lo tenían localizado, no había duda de ello. A pesar de ser medianoche tomó unas pinzas, cortó el cable por donde llegaba la línea telefónica y desconectó la contestadora automática. Se sirvió una taza de café, trató de tranquilizarse, se mesó la abundante cabellera. ¿El mal que he hecho? ¿Cuál mal, a quién, cuándo? ¿Acaso su exmujer lo viera así, después del divorcio? Lo creyó improbable, aunque dicen que del amor al odio hay sólo un paso. Presumía ser honorable, decente, respetuoso con la gente, pero como le dijo alguna vez, alguien: una cosa es lo que piensas de ti mismo y otra muy diferente lo que la gente opina. ¡Te voy a matar como a un perro! Como a un perro, dijo. Pensó que debería estar preparado para repeler cualquier ataque. En su desesperación recordó la Luger que fuera de su padre, la vieja pistola que usaran las fuerzas alemanas durante la segunda guerra. La engrasó, abasteció y colocó debajo del colchón, cerca de la cabecera; sin embargo, entró en paranoia, pasaba las horas nocturnas esperando escuchar algún ruido, un auto que se detuviera bajo su ventana, el portón del edificio al abrirse o cerrarse, o el murmullo de pasos que transitaban por la escalera bastaban para ponerlo alerta; se asomaba discretamente por el balcón o espiaba por la mirilla de la puerta.
Quizás la ausencia de un sueño continuo lo llevó a cambiar la impresión que tenía de sí mismo. ¿Y si de veras fuera un miserable? Lamentó el trato dado a sus padres, hermanos, exesposa e hijos. Concluyó que sus amigos debían odiarlo tanto como sus empleados. Le habría gustado disculparse con aquellos a los que hubiera ofendido. Bajó de peso, el color de su piel, antes saludable, cambió a un tono cetrino que no auguraba nada bueno. Decidió tomarse unas vacaciones, como no confiaba en nadie hizo su maleta, subió al auto y condujo hacia el primer lugar de recreo que se le ocurrió. Bajó el cristal de la ventanilla, se relajó al sentir la brisa marina, se registró en el hotel, bajó a la playa, lo alegraron las gaviotas que revoloteaban a su alrededor, listas para robarle sus bocadillos, disfrutó el anochecer, cruzaba el lobby, al verlo la recepcionista corrió para alcanzarlo. Le trajeron este sobre, contiene un mensaje urgente. Se derrumbó, estuvo a punto de caer. ¿Está bien? preguntó la joven, ¿puedo hacer algo por usted? ¿Quiere que llame al doctor? Llegó a la habitación, el sobre estaba empapado por el sudor de sus manos, el corazón latía desordenadamente; se sentó en la cama, prendió la lámpara, su paranoia lo llevó a pensar que no estaba solo. Tomó la pluma y el block de notas que estaban sobre el buró. Se escuchó una detonación. Los agentes lo encontraron sobre un charco de sangre, con un balazo en la cabeza; en el suelo una vieja pistola luger y en el puño todavía apretado, una pequeña hoja del block de notas -del hotel-, con un mensaje casi ilegible e inconcluso, escrito por el puño y con la letra del difunto: No podrás esca…
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Ciudad de México.
Octubre de 2024