Por Alejandro Ordóñez

Soy yo, amor, escucha por favor, no cuelgues. Me gustas nena, me gustan tus ojos, tus labios, pero lo que me enloquecen son tus caderas, tus piernas; te veo, amor, te estoy viendo, luces tu sensualidad con ese top y esa tanga de encaje negro. Así, así, frota tus senos, tus caderas, has que tu piel brille, tu piel tersa, tus tejidos firmes y elásticos; así, así, no cuelgues, soy yo, amor, contéstame, quiero platicar contigo, di que sí, ¿verdad que sí, amor?

Maldita zorra, tanto que te quiero y tienes que engañarme con el imbécil de tu novio; ya te vi revolcándote, seguramente quejándote de placer con un idiota que no te quiere, sólo te está usando, entiende, si en verdad te amara se quedaría a pasar la noche contigo, a pasar todas las noches de su vida contigo, como lo haría yo si me aceptaras. Me excitas, enciendes mis fuegos interiores viendo cómo te entregas, cómo disfrutas el amor, me enferma, me llena de coraje que lo hagas con otro y todavía tenga yo que estar viendo cómo me engañas, traidora, eres una perra caliente.

De noche, exterior, barrio clase media alta, calles desiertas, oscuras y arboladas.

María recorre las cinco cuadras que separan al edificio en el que vive, de la estación del metro; está acostumbrada a ello, lo hace todas las noches -al volver de la oficina-, pero esta vez es diferente, aunque pensándolo bien ya son varias las noches que ha ocurrido lo mismo, pero ésta parece peor. Alguien la sigue, lo intuye, una sombra silenciosa sigue sus pasos, decide no quedarse con la duda, cruza la calle, voltea y mira de reojo a esa silueta vestida de negro, hacer lo mismo; no está segura, para confirmarlo vuelve sobre sus pasos, nuevamente cruza la calle; se detiene, voltea para que el tipo comprenda que está alerta; el intruso se descara, se deja ver fugazmente, María siente miedo que se convierte en terror cuando se convence que el tipo va tras de ella, se quita rápidamente los zapatos de tacón y corre descalza; el tipo la persigue; María busca con la mirada a alguien que la ayude; nadie circula por esa calle solitaria y lóbrega; está a tres cuadras, los pulmones estallan, el corazón amenaza con salirse por la boca, faltan dos, ya es sólo una pero el tipo le pisa los talones. Ojalá esté don José en el vestíbulo del edificio para que le abra. El portero la ve venir, intuye que algo extraño ocurre, abre la puerta y sale a recibirla. Me siguen, alguien quiere hacerme daño. ¿Quién, mi niña?, no veo a nadie. Está tras de ese árbol, viene vestido de negro, por eso no lo distingue. El viejecito saca una pistola del cajón del escritorio. Venga mi niña, vamos a encararlo. Caminan con cautela temiendo, a cada paso, toparse con el fulano; se aproximan al árbol, se escucha un chillido que les pone los pelos de punta, un enfurecido gato negro les bufa y amenaza con atacarlos, cruza la calle y desaparece en el jardín de una casa.

Las llamadas telefónicas continúan cada vez más agresivas, los acosos callejeros se multiplican. María descubre lo que es el terror, su paranoia la lleva a ver una amenaza en todo individuo vestido de negro. Rechaza las invitaciones de sus amigas para irse de antro y hasta la visita a cualquier centro comercial se convierte en un tormento. Es pasada la media noche, Manuel se marchó hace ya varias horas; la ha visto tan nerviosa que decidió pasar la tarde con ella, cariñoso y tierno, como es, le ha llevado un perfume caro y una botella de champaña que se han bebido y untado en todo el cuerpo; ha sido una tarde de amor y sexo salvaje, como le gusta a él, llamarlas. Por fin, después de muchas noches, tiene un sueño reparador. Suena el timbre de la puerta. ¿El timbre de la puerta? Claro, debe ser él, que olvidó algo más que sus llaves. ¿Habrá sido que la vio tan nerviosa que al fin decidió complacerla y pasar la noche juntos? Ilusionada corre hacia la puerta. Qué fastidio, piensa, tendrá que abrir las tres chapas, con lo impaciente que es… Busca el llavero, un negro presagio corre por su mente. ¿Y si no fuera él? Por si acaso, se detiene, suelta la perilla que ha estado a punto de girar, se asoma por la mirilla, el lobby está a oscuras, no alcanza a distinguir nada, pero el timbre sigue sonando. Se hace el silencio, escucha una voz, casi un murmullo que le dice: soy yo, amor, no tengas miedo; ábreme, yo sí te amo, me voy a quedar contigo toda la noche, todas las noches de tu vida; ábreme, amor, te voy a enseñar lo que es bueno, después de esta noche no querrás volver a saber nada de ese tipejo que te abandona cada tarde. Un quejido sale de su pecho cuando comprende que ella misma estuvo a punto de meter a su casa al intruso.

Escucha cómo fuerza la primera chapa, que al fin cede. Corre la barra, vuela hacia la recámara, se le cae el celular varias veces antes de que por fin logre controlar el temblor de sus manos. Bueno, escucha una voz somnolienta. ¡Manuel, está aquí!, está forzando las chapas de la puerta, está a punto de entrar, tengo miedo de lo que pueda hacerme, por piedad ven rápido. ¿Bueno!, -escucha la voz que ahora denota nerviosismo- número equivocado, señorita. ¡Amor, soy yo, María!, es una emergencia, no me abandones ahora, te lo suplico. La comunicación se ha cortado, vuelve a marcar. El número que usted marcó está fuera de servicio. Desesperada llama al teléfono del portero. Don José, se metió un tipo, está forzando las chapas de mi puerta. Abre la ventana y con gritos desgarradores pide ayuda, las luces de los departamentos se van encendiendo, el viejo la convence para que abra la puerta. En la penumbra los vecinos no alcanzan a entender lo que está sucediendo. Quitó el foco para que no pudiera verle la cara, dice ella. Un muchacho estira la mano, el foco está ahí, lo gira y se hace la luz. Suele ocurrir, María, se aflojan con el paso del tiempo, fue mera coincidencia. No ha salido, debe estar en la azotea. Se organizan rápidamente, mientras algunos bajan hasta la puerta del edificio, otros se dirigen a la azotea. Debe estar escondido tras los tinacos, se acercan, escuchan un ruido, apuntan sus armas, -uh-uh- una enorme lechuza remonta el vuelo.

Transcurren los días, las mujeres la ven y murmuran algo; ellos, más discretos, ocultan su pensamiento, pero todos concluyen lo mismo, pobre María, está paranoica. La dejó su amante y fue un golpe tan duro, lo amaba tanto, que se está volviendo loca. Alguien debería sugerirle que vea a un psiquiatra.

De noche, exterior, calle donde vive María, desierta y oscura. La entrada del edificio está cerca, María se dirige hacia ella, irrumpe a gran velocidad una camioneta de lujo, frena intempestivamente y el rechinido de los frenos se escucha en toda la cuadra. María intuye el peligro, avienta los zapatos de tacón y corre en sentido contrario, mientras grita con todas sus fuerzas en busca de ayuda. Un fortachón baja del vehículo, va tras ella; un amigo viene llegando en su automóvil, una mirada le basta para descubrir todo, acelera a fondo y se dirige hacia el gorila que persigue a María, el tipo sale volando, se estrella contra el parabrisas y cae desmadejado en la banqueta; el conductor de la camioneta trata de huir, choca con un auto estacionado, el conocido lo encierra con su automóvil, la gente sale de sus casas al escuchar el escándalo, una mujer lleva una plancha en la mano, golpea con ella la cabeza del hombre que pretende huir, se le van encima señoras indignadas, cargadas con piedras que quién sabe de dónde aparecieron; se unen otras con palos, el tipo ha perdido el sentido. Llega la patrulla y salva al agresor. María llora fuera de control, se niega a pasar la noche -sola- dos muchachas se conduelen y se la llevan a su departamento. Comprende que no puede seguir viviendo en el mismo sitio, ni continuar en ese trabajo, decide renunciar; el dueño escucha el drama, le ofrece un puesto en otra de sus empresas, en una ciudad distante de la capital; ella, que odió siempre llamarse María Eugenia, decide que en lo sucesivo sólo utilizará su segundo nombre. Me siento como esos delincuentes que se vuelven testigos protegidos, he tenido que cambiar de identidad, de trabajo y ciudad de residencia.

Se inicia el juicio, la familia del agresor es millonaria, contrata a los mejores abogados, esos que nunca pierden un juicio, porque ya se sabe, las cárceles están llenas de pobres mientras los ricos circulan por las calles. La defensa exige que identifique al acosador, forman a varios tipos para que entre ellos lo reconozca. ¿Lo reconozca? Pero si nunca le vio el rostro. Recuerda las grabaciones de las llamadas telefónicas, están en la contestadora automática. Su abogado transcribe partes de las llamadas y hacen que cada uno de los sujetos las repitan. “Soy yo, amor, escucha por favor, no cuelgues…” María identifica inequívocamente al sujeto de la voz. Pero hay más, dice su abogado después de escuchar las grabaciones. ¿Cómo sabe el día en que tienes relaciones sexuales con tu novio?, ¿por qué conoce tus rutinas, el masaje con la crema en diversas partes de tu cuerpo? Consigue una orden de cateo, van al cuarto del acosador, encuentran un dron así como los videos que el sujeto grabó una vez que se familiarizó con las costumbres de María.

La cosa está peor, concluye ella, bastará con que alguno de esos videos caiga en malas manos para que lo vendan al público y la desprestigien. El juicio va bien, dice el abogado, las pruebas aportadas nos dan la razón, además de que fue aprehendido in fraganti; si todo marcha como Dios manda, lo tenemos ganado, aunque ya se sabe, esos abogados son verdaderos tiburones de las cortes, mientras frota su pulgar con los dedos índice y medio.

Lo único que podría salvarlo sería que de pronto tuvieras un desafortunado accidente y murieras o que un desconocido te acribillara a balazos; lo digo porque ha ocurrido en más de una ocasión. Harías bien en desaparecer algunos años. Una camioneta con cristales oscurísimos empieza a estacionarse cerca del edificio, un gorila que pasa horas parado en el poste de la esquina y llamadas telefónicas en las que nadie contesta, parecen confirmar lo dicho por el licenciado.

Ya en su identidad de Eugenia, radicando en otra ciudad y trabajando en otra empresa, recibe la visita del dueño quien al verla tan nerviosa y preocupada le pide que se relaje, que trate de formar una nueva vida; sí, contesta ella, como si fuera testigo protegido, un criminal al que la autoridad protege. No, Eugenia, deja de pensar así, consíguete novio y ve la vida con optimismo, piensa que la pesadilla ha terminado. No, don Pablo, la pesadilla apenas empieza…

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Ciudad de México.
Octubre de 2024.