Po Mónica Teresa Müller
Tres escalones de mármol me permitían ingresar, luego de pasar la puerta de entrada principal y la cancel, a la sala de la casa. El juego de sillones de fino estilo colonial y el piano de cola hacían que el lugar fuera acogedor. Una chimenea parecía acurrucarse en uno de los ángulos rectos del salón en diagonal al balcón que daba a la calle Reconquista. En la parte superior del hogar a leños, sobresalía un estante, y sobre él, dos piezas de porcelana, alardeaban a ojos vistas su antigüedad histórica. Las estatuillas eran las futuras del Brigadier Juan Antonio Ramírez y de su esposa: Encarnación María de la Paz.
Yo estaba en la casa heredada de mis bisabuelos; en la sala, algo indescriptible parecía embriagarme y llevarme a un estado de hipnosis en el que creía ver las figuras de porcelana en carne y hueso. Yo pensaba que mi bisabuelo había sido un ser maravilloso y que su cariño lo había dejado plasmado en sus actitudes ya que me había entregado parte de su historia, que si bien formaba parte de la mía, yo recibía su legado de regalo, pues así lo había dejado escrito. Mi bisabuelo José María de Oros y Gasquet se había desempeñado, en un corto período, como uno de los edecanes del Brigadier Juan Antonio Ramírez de Guzmán en el tiempo de la Conquista del Desierto.
Se contaba en la familia que el Coronel Gasquet había tratado de mantenerse al margen de los problemas personales y cotidianos de su jefe, pero eso había sido solo una expresión de deseo; don Gasquet se olvidaba que al lado de Don Juan Antonio estaba Doña Encarnación María. Ella era una mujer de mirada fría y penetrante, a quién la pasión llevara muchas veces a la violencia. Siempre interesada en la exclusividad del hombre del que estaba enamorada. La mujer no permitía, ni quería que algo lo separara de ella, menos sus amigos y colaboradores.
La vida de mi bisabuelo se había tornado un infierno y se habían multiplicado los tormentos de soportar a Encarnación María, luego de su matrimonio con mi bisabuela.
Ni la maternidad había logrado domar aquel temperamento de la mujer del Brigadier, en el que la frialdad era una característica segura y opuesta a la imagen tradicional de una esposa. Tanto lo perseguía a mi bisabuelo, que le solicitó a Ramírez quedarse en la estancia de Lobos con su familia, poniendo como causa del pedido la salud delicada de mi bisabuela. Vivir lejos no lo eximió de viajar dos veces por semana a Buenos Aires ya que doña Encarnación enviaba para buscarlo un cómodo carruaje.
Se decía en nuestra familia que el Brigadier sentía afecto por el Coronel Gasquet; también habíamos llegado a creer que las estatuillas de la repisa de la chimenea se las había regalado Don Juan Antonio a nuestro bisabuelo no en un acto de amistad. Existía la posibilidad que luego de encargar la realización de las obras en Londres no le hubieran agradado y ello justificaba para nosotros la pregunta de: ¿por qué se las había obsequiado? De todas maneras eran piezas de valor histórico como lo atestiguaba la documentación que obraba en mi poder.
La enfermedad cardiaca de mi padre y una urgente operación de corazón, me obligaron a vender las porcelanas. El coleccionista histórico llegó una noche a casa, no bien vio las obras, quedó maravillado. Todo detalle y los grabados lo llenaron de admiración y curiosidad. Muchas veces las situaciones se alteran por los actos fallidos, en aquel momento se produjo uno. En un instante, trágico para ambos, la estatuilla con la figura de Encarnación María resbaló de las manos del coleccionista. Los dos no atinábamos a movernos. Cuando lo hicimos nuestras miradas enfocaron un anillo que había salido del interior de la porcelana. Era una alianza de oro. Tenía grabadas a la vista unas palabras que solo yo supe interpretar: “Con eterno amor de E.M a J.M.”