Por Alejandro Ordóñez
La noticia estremeció al país, un grupo de narcos masacró al personal de un convoy militar y quemó sus equipos blindados, para no dejar dudas de su capacidad de ataque días después repitió la acción contra el nutrido contingente que partió tras ellos. Como es sabido, los sicarios utilizan técnicas de guerrillas pues atacan y desaparecen; sin embargo, descubrieron que se ocultaban entre las galerías y túneles de la famosa gruta de San Andrés, misma que atrae cada año a miles de turistas que aprovechan para visitar las famosas ruinas prehispánicas del lugar, así como para escalar el pico de su elevada montaña, lo que produce importante derrama económica en la región, por lo que el problema no era menor pues podría alejar al turismo; así las cosas, montaron un poderoso operativo que terminó con la vida de los diez miembros que integraban aquella fuerza. Contra todos los protocolos, el ejército dejó tirados los cadáveres a la orilla del camino, tal vez porque el forense más próximo se encuentra a más de cien kilómetros de distancia. Sólo recogieron el armamento y se retiraron. Días después los vecinos del pueblo cavaron una fosa y ahí depositaron los restos putrefactos de los desafortunados soldados de la “Wehrmacht”, que lucharon por Alemania en la Segunda Guerra Mundial, y que cincuenta años después aparecieron -vivos-, en otro continente. Los enterraron con sus uniformes, de un indefinido color gris verdoso; un joven que participó en esas penosas tareas le quitó a uno de los muertos la placa metálica de identificación y algo que consideró como un adorno que pendía de su cuello. Lo ignoraba, pero eso daría lugar a toda una aventura y a una leyenda.
Ocurrió un domingo, el personal de la embajada alemana organizó una visita al pueblo de San Andrés del Monte, con el fin de recorrer su famosa gruta y escalar el elevado pico que lleva el mismo nombre. Almorzaban en el mercado, un joven se acercó a ofrecer sus artesanías, el embajador vio algo que llamó su atención, de su cuello colgaban una placa metálica y una cruz que se le hizo familiar. Lo llamó, le pidió permiso para revisar la chapa de metal que colgaba de su cuello, se estremeció al leer el nombre y número de soldado, tipo de sangre, número de la brigada, así como la palabra “Wehrmacht”, que corresponde a la fuerza a la que perteneció; pidió ver el adorno, era una cruz negra enmarcada en metal blanco, se le nublaron los ojos, tenía enfrente una cruz de hierro, condecoración que sólo se otorgaba a los grandes héroes de la guerra. Preguntó cómo las había obtenido y así fue como se enteró de esos soldados alemanes que de pronto aparecieron en la gruta y atacaron a un convoy militar porque lo confundieron con el enemigo. Pagó por las reliquias una cantidad que el chamaco jamás habría imaginado, con la condición de que los llevara al sitio en que habían sido enterrados. De vuelta en la embajada envió a la cancillería ambos objetos, así como una nota con lo investigado. La Academia Alemana de Historia los auténtico y el mismo primer ministro ordenó tramitaran el regreso de los restos de esos infortunados héroes, a la patria.
A la exhumación acudieron la prensa escrita y la televisión, lo ahí observado sirvió de tema para múltiples programas televisivos que se proyectaron en todo el mundo; hasta la gruta llegaron científicos expertos en física cuántica, médiums, astrólogos, estudiosos de los extraterrestres, charlatanes y adivinos, todos con la intención de encontrar ese portal que conducía a otros tiempos y que además sirvió de base para que se inventaran supercherías convertidas después en leyendas, como lo ocurrido años atrás a exploradores que se perdieron en ese laberinto, sin que se volviera a saber de ellos. La única que conservó la cordura fue Sabina, la chamana. Habían transcurrido algunos días del entierro -de los soldados-, caía la tarde, las chicharras entonaban sus monótonas letanías, movió los leños que ardían en el fogón, esquivó las chispas que flotaron en el ambiente, tomó un sorbo de café y dijo, alguien está cruzando el umbral, me lo dicen las ánimas que me acompañan.
Llevaban prisa, iban hacia el caserío que se encuentra en la parte más inhóspita de la montaña, venían de vender leña en el pueblo; no tardaría en oscurecer y por ningún motivo querrían que los alcanzara la noche -en el camino-, menos donde penaban los aparecidos, lloraban por haber quedado lejos de su tierra, pedían que alguien los regresara. Un joven salió de la cueva -creyeron estar frente a un espanto-, agitaba un rifle de cuya bayoneta colgaba un trapo blanco que se agitaba al viento; tiró al suelo el máuser y una pistola Whalter P38; levantó los brazos sobre su cabeza, vestía uniforme de color indefinido, verde grisáceo, era un miembro más de la “Wehrmacht” alemana. Los leñadores le indicaron el camino que debía seguir para llegar al pueblo, ellos iban en sentido contrario, pero se empeñó en seguirlos; por fin se condolieron, era inhumano abandonarlo a su suerte. Le darían alojamiento y el siguiente sábado, cuando fueran a vender la leña lo llevarían al pueblo; alguien lo invitó a pasar a su jacal, cenaron, le dio una frazada y ropa digna de dar lástima -por lo raída y desteñida que estaba-, luego lo llevó al cobertizo donde guardaban la pastura de la mula. Ya de mañana, la anfitriona y su hija lo saludaron con una sonrisa, en especial la muchacha, quien parecía feliz de tener en casa a ese rubiecito, ojo azul y piel blanca. Después del desayuno la joven cargó dos cubetas, él se imaginó que iría por agua, así que las tomó y la acompañó al río que estaba próximo al jacal, durante el trayecto ella tomaba un objeto y le decía su nombre en español, él intentaba hasta que lograba imitar los sonidos y entonces lo decía en alemán, para que ella captara la pronunciación. Al llegar al aguaje pensó que así debería ser el paraíso. Las aves canoras, los insectos laboriosos, el murmullo del agua y la abundante vegetación que lo rodeaba. A un costado había lo que podría considerarse un bosque de bambúes, con altura superior a los dos metros. Volvieron al jacal, le hizo saber a señas que deseaba alguna herramienta cortante; ella llevó dos machetes, regresaron al aguaje, durante el camino midió la pendiente. Pasaron el resto del día cortando alargadas cañas, tallaron los extremos contra las afiladas rocas y los unieron. Días después le dio por juntar piedras y llevarlas en una carretilla, a un costado del jacal; empezó a construir algo parecido a una cisterna, ella recordó que había algunos sacos de cemento que pertenecían a la comunidad, los tomaron y él hizo una argamasa con arena y pequeñas piedras con las que sellaron el fondo y las paredes. Los carrizos se convirtieron en un largo tubo y un domingo guiaron a la comunidad hasta la poza. Ante la mirada expectante de la gente quitaron el tapón, escucharon cómo bajaba el agua por el tubo, corrieron hasta la cisterna donde terminaba aquel improvisado acueducto, vieron cómo se iba llenando aquel depósito, las mujeres reían a carcajada limpia y los hombres arrojaban al viento los sombreros. ¡Loco! gritó alguien. Sólo a un loco se le habría ocurrido esto. ¡Estás loco, gringo loco! Y así se le quedó el nombre, porque para ellos todos los güeros eran gringos. Cuando descubrió que tanto los niños como los adultos eran analfabetos, acompañó a los leñadores, al pueblo, habló con el párroco, buscaron al presidente municipal, y entre ambos consiguieron lápices, cuadernos, libros y así se creó la primera escuela para niños… y adultos.
visitaron los campos de labranza, la sequía era terrible, faltarían alimentos, habría hambre si no lloviera pronto. Los organizó en cuadrillas, unos barbecharon con los arados, herencia de los egipcios, otros cavaron pequeños canales entre los surcos y uno más cortó los alargados carrizos para un nuevo, improvisado acueducto; pronto las carretas, en lugar de llevar leña, partieron cargadas con jitomates, frijoles, maíz, calabazas, papas y frutas; improvisó trampas para los conejos y en lugar de cazarlos a balazos los llevaron a una conejera donde se reprodujeron alegremente. ¡Gringo loco! repetían con cariño.
Una tarde, cuando la canícula arreciaba, fue con la jovencita a la poza, mientras revisaba que todo estuviera en orden, ella se metió -vestida- a la charca, la ropa empapada se pegaba a su cuerpo y dejaba traslucir sus diminutos pechos, sus torneados muslos, sus generosas caderas. Le arrojó agua en la cara y lo invitó a acompañarla; él comprendió lo que podría ocurrir si aceptaba, así que no lo hizo, pero a partir del día siguiente ambos se dedicaron a juntar piedras cerca de la choza de sus padres. Cuando empezaron a levantar muros, los hombres los ayudaron; una tarde vieron salir de la chimenea, blancas nubes de humo. Habló con los padres, pidió permiso para casarse. ¿casarse? preguntaron al unísono, ¿cómo? si aquí no hay cura ni autoridad, aquí la gente se arrejunta y ya estuvo, vivan juntos, por nosotros no hay problema, pero él dijo que no, un domingo fueron al pueblo, hablaron con el párroco y a la siguiente semana, con los vecinos como invitados, se casaron. Decían que no habían visto en su vida a una novia tan hermosa, con su vestido blanco; luego, la gran fiesta.
Y se fue yendo la vida. Oyeron ruido de motores, algo inusual en esos parajes; se detuvieron frente a la casa de piedra, bajaron de las cuatrimotos, policías municipales, entraron sin pedir permiso, para entonces la gente empezaba a congregarse frente a la casa. ¿Qué desean?, preguntó. Muéstrenos los papeles que acrediten su estancia legal en el país, contestaron en tono prepotente. Nací aquí. Su acta de nacimiento. Ninguno de los compas nacidos aquí la tenemos, ni fe de bautizo, nacemos y crecemos a la buena de Dios, mis padres llegaron cuando la guerra. La discusión subía de tono, amenazaban con llevarlo esposado. Se escucharon cohetones, gritos, gente que vociferaba indignada, ruidos de machetes que al tallarlos contra las rocas zumbaban y lanzaban chispas. La gente gritaba, no saldrán vivos, apedrearon las motos y al salir los policías estallaron cohetes en sus piernas. Los vamos a dejar ir, pero si regresan no responderemos. Las piedras pasaban rozando su cabeza, montaron en sus vehículos y al alejarse las mujeres los bañaron con excrementos de ganado.
Semanas después volvieron a escuchar ruidos de motores, salieron enfurecidos, pero no eran policías, bajaron de las máquinas algunos hombres rubios, ojos azules, tez blanca, que sonrieron al ver al gringo loco, lo saludaron a gritos y aunque no entendieran lo que decían, por el tono de su voz adivinaron el gusto que les daba verlo. Entraron a la casa, su esposa salió para dejarlos hablar con comodidad. Era el embajador alemán. Vengo en nombre del gobierno, sabemos lo que ocurrió, queremos hacerte un ofrecimiento, regresa a la patria, te espera una generosa pensión por los servicios prestados durante la guerra, te condecorarán y colmarán de honores. Él se negó. No renuncies a tu origen, escuchó, la patria te abre los brazos como madre generosa, tú no perteneces a este mundo, regresa con nosotros, tu pasado te espera. Y como lo hiciera Gonzalo Guerrero cuando Cortés intentó rescatarlo de los mayas, contestó, mi pasado no es más que esto: se quitó la placa que lo identificaba como soldado de la Wehrmacht y la cruz de hierro que le entregara el führer en persona, se los pueden llevar; abrió la puerta, gritó varios nombres, entraron su esposa, dos niñas y dos niños rubios, ojos azules, tez blanca. Él sonrió y dijo, cariñoso, digan hola y den la bienvenida a los señores. Cada uno saludó -en perfecto alemán-. Como pueden ver, mi vida está aquí. Abrazado de su esposa y con los cuatro niños aferrados a sus piernas vieron perderse en el horizonte las pequeñas nubes de polvo que desprendían las máquinas.
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Ciudad de México.
Noviembre de 2024.