Por: Mónica Teresa Müller
Ve la bruma que el mar le obsequia a la costa como un regalo sin tiempo. Escucha el golpe de las olas contra el murallón de la Playa de San Lorenzo, mientras el cristal del café es testigo de los primeros resplandores del sol, que entibia la frialdad que le dejó la noche. Parece ser la vidriera de la vida, la que ve todo y lo suma a historias invisibles.
Él permanece quieto sentado en un banco del Paseo del Muro. Es uno más en la soledad que acompaña la mañana. Sólo las flores de los canteros, le advierten que la vida está pintada de diversos colores.
El hombre huye de la oscuridad que lo atormenta, permanece oculto en sí mismo. Pasa sus manos por la cabeza sobre el rubio que lo identifica y acomoda un gorro con visera. Piensa en su terruño, el de la casa de piedra en la que conoció al amor, la que custodian las montañas desde las alturas.
Es uno más que se suma a respirar el aire del Cantábrico, el de sus amores y desamores. El viento envuelve su corazón y atempera en algo la culpa que lo tortura. Mira el móvil que saca de un bolsillo, busca la foto, pero sabe que no es suficiente para que debilite sus pesares.
Desde el otro lado de la costa, que deja que el río desagüe, alguien lo saluda con los brazos en alto. Carmelo intenta reconocer la figura y supone que la vidriera del café los acompaña con el reflejo.
Siente que existe un hilo invisible que lo une a quién camina presuroso a su encuentro, pero no alcanza a comprender qué es lo que le sucede.
Detrás del hombre, relucen los arreglos navideños y se mezclan cintas brillantes que la brisa mueve a su antojo. La imagen de la Virgen de Covadonga parecen ser viviente; la Santina, su guía, a la que debe el arrepentimiento de su huída. La cobardía palpita pronta para ahogarlo. “Virgen querida, te prometo que iré a la cueva que te cobija después que cumpla y pague mis errores.” Murmura con desconsuelo. Un haz de luz imprevisto, ilumina el rostro de la imagen, que pareciera mirarlo.
Mientras Carmelo ruega para calmar su dolor por el abandono del que es responsable, la figura del otro lado de la costa alza sus brazos y se encamina como si fuera a su encuentro. Es un joven que respira acelerado. Sabe que ese que está sentado junto al puente, es él, el hombre al que busca.
Carmelo observa que ya está cerca. Siente que algo extraño le sucede, pero aún, no alcanza a entender. Ve que corre, que con los brazos en alto lo vuelve a saludar. Cuando llega a su lado, lo abraza. El joven llora, no le importa la gente que pasa.
–¡Papá!- le dice al oído con voz quebrada. Carmelo responde al abrazo.
–Perdón, hijo- es lo único que el llanto le permite decir.
El haz de luz los envuelve, mientras la Virgen de Covadonga, desde la imagen, sonríe.