¿Quién soy? Preguntan. Algunos responden “el mismísimo demonio condenado a vagar por la eternidad en este infierno”. Otros piensan que soy un fantasma o el ángel exterminador, pero no tengo alas, ni pies, ni cabeza. Soy un simple rumor, un murmullo atrapado en los rincones de los espaciosos salones o entre las vigas de sus altos techos; soy el aroma de un perfume francés, las notas de un improntu llevadas por el viento o las graciosas danzas de las damas en esas interminables soirées del verano. Difícil creerlo, soy la memoria, el custodio de esta alcazaba construida en lo alto de una colina, en medio de la floresta; he visto de todo, frente mí han pasado la guerra y también la paz, la vida y la muerte, el amor y el odio, las intrigas palaciegas y el elogio lisonjero ante los poderosos, por eso no me espanta nada, sin embargo estoy nostálgico, al pasearme por los jardines he percibido el dulce aroma de las flores huele de noche o cestrum nocturnum, como también se les conoce, he subido por las señoriales escaleras de mármol y he observado largamente el retrato de mi desventurada ama, me conmueve su permanente gesto de tristeza, me he solazado con sus hombros desnudos y ese cairel bajando por su cuello. He visitado sus habitaciones, ahí donde -después de la cena- se reunía con su esposo, mi señor, mas no era para cuestiones románticas, porque no había besos, ni caricias o palabras cariñosas; mucho menos esos escarceos íntimos acostumbrados por marido y mujer, que por pudor y discreción no repito. Lo suyo eran largas conversaciones cuyos temas escapaban a menudo de mi comprensión, aunque concluí que era ella quien a menudo proponía el plan de acción y él asentía. Mas no se piense que eran gélidos como un glaciar, pues en el pecho de ambos ardía un volcán. A mi amo, por ejemplo, le gustaba visitar su Quinta ubicada en la ciudad llamada “de la eterna primavera” -por su clima benigno-, ahí la conoció, ahí se enamoró y ella se prendó de él. Concepción, se llamaba, aunque no le decían así, de seguro por respeto a la Inmaculada, porque de inmaculada, la joven no tenía nada. Era Concha Sedano, esposa del jardinero de esa Quinta. Al llegar la noche mi señor se convertía en tigre al acecho y la infiel, cuando veía dormido al jardinero, abandonaba el lecho conyugal adonde no volvería sino al amanecer, se perdía rumbo al amplio estanque de la casa, donde la aguardaba su amante; en esos momentos era una gata en celo ansiosa por copular con su macho. Debió ser tanta la pasión y la lujuria que mi amo perdió la cabeza y como lo hiciera el Rey David con Urías el hitita, a quien mandó a la guerra para quedarse con Betsabé su esposa, mandó al jardinero a lejanas tierras para que aprendiera el cultivo de otras flores; y Si bien fue dicho -que la mujer debe seguir al marido, como la iglesia al señor-, Concha se negó a acompañarlo. Transcurrido más de un año, el esposo, incapaz de vivir sin ella, fue a buscarla, se irían lejos de esa casa. Llegó a la Quinta Borda, llamó al portón, abrió un desconocido, preguntó por su mujer, pidió permiso para pasar a la casa donde presuntamente vivía, se asomó un sujeto malencarado, nadie supo darle razón, habían cambiado a todo el personal doméstico. Más tarde se supo, a través de los peones, lo acontecido en ese lugar y, además, de un chisme muy delicado, el amo había dejado de ir a la Quinta por temor a ser envenenado y algo peor, nadie supo adónde envió a Concha quien, por cierto, no podía ocultar su avanzado embarazo…

 

Claro, hubo algo más porque como dicen por ahí, no falta un roto para un descosido. Cuando concluían los conciliábulos nocturnos de los patrones, mi ama pedía a su doncella de más confianza retocara su peinado y la perfumara; despachaba a las sirvientas y cuando las luces de sus candelas desparecían por los largos pasillos, quitaba el pasador de un ventanal y movía lentamente un candelabro; segundos después se colaba por ahí un militar a quien el uniforme le sentaba bien, era su amado Alfred, como le decía de cariño al coronel Alfred van der Smissen, jefe de la legión belga. Todo era verse y soltar amarras, tocar a rebato las campanas y tomar por asalto el paraíso. Sin embargo, nada es para siempre, un buen día mi ama descubrió su embarazo y no era cuestión de mentirle a su esposo que era suyo, ¿cómo? si durante esos años jamás la tocó y no hubo ayuntamiento. El problema era mayúsculo, la noticia se sabría pronto hasta en los más apartados confines de la tierra y la burla y la deshonra para la familia serían despiadadas. Cierto, eran momentos donde debería echar mano de su astucia y sagacidad. Tenían severos problemas financieros, los empréstitos ofrecidos por las potencias europeas no llegaban y se negaban a proporcionar el apoyo logístico prometido cuando los convencieron para aceptar esa descabellada aventura; un viaje a Europa para arreglar esas cuestiones mayúsculas era la mejor excusa para alejarse un tiempo…

 

Bienvenido mal si vienes solo, decían los viejos de antaño; como suele ocurrir, se cumplió el adagio, mi ama empezó a tener alucinaciones y una idea la atormentaba, ¡me quieren envenenar!, repetía una y otra vez, su fijación llegó al extremo de comer sólo los huevos puestos por algunas gallinas llevadas en su periplo por París y el Vaticano. Luego le dio por comer únicamente naranjas, cuya cáscara revisaba acuciosamente para comprobar que no les hubieran inyectado ponzoña y bebía sólo agua de las fuentes de Roma. Recibió mi señor dos telegramas, uno venía de Roma y el otro de Miramar. Su esposa estaba enferma -no dijeron de qué- y habían pedido al doctor Riedell viajara a Trieste para diagnosticarla. Mi amo mandó llamar al médico de guardia, -Samuel Basch, se llamaba- le preguntó si había oído hablar del doctor Riedell, sí, contestó Basch, es el director del manicomio de Viena. El mundo pareció desplomarse ese día.

 

La gente empezó a hablar de otros incidentes, unos reales, otros supuestos y algunos más, inventados: la envenenaron en un viaje a Oaxaca donde le dieron a beber café contaminado con una hierba utilizada por las mujeres de mala entraña, para retener al marido cuando éste amenazaba con abandonarlas; sin embargo, había un problema, los pobres hombres perdían el juicio; toloache, le llamaban. Varios doctores -conocedores de herbolaria- dijeron que lo anterior no era posible porque los efectos de la hierba eran temporales; finalmente concluyeron: al llegar a Veracruz, antes de embarcarse a Europa, le dieron a ingerir unas setas llamadas teoxihuitl o carne de los dioses, cuyos efectos enajenantes son incurables. Metió los dedos en el chocolate que bebía el Papa -dijeron- y para colmo, un acontecimiento de suma gravedad, la llevaron de visita a un orfanato, en el fuego hervía una olla con puchero, le dieron una cuchara para que lo probara, la revisó con cuidado, estaba sucia, querían envenenarla -aseveró-, y como moría de hambre introdujo su brazo en ese líquido ardiente, produciéndose graves quemaduras cuyos agudos dolores y ardores le hicieron perder el conocimiento.

 

Algunos no estuvieron de acuerdo con la teoría del envenenamiento, afirmaron que su enajenación se debió a la angustia producida por su embarazo, -ocultado escrupulosamente para no desprestigiar a la familia- basan su argumento en que el duque de Flandes -su hermano- llegó a Roma para llevarla a Trieste, y en el castillo de Miramar la tuvieron secuestrada varios meses, -al abrigo de miradas indiscretas- hasta que dio a luz. La historia se encargaría de aportar más datos; pasados los años, otros investigadores sostuvieron una hipótesis: ese hijo se llamó Maxime Weygand, un ciudadano belga quien ya adulto fue general del ejército francés.

 

¿Qué pensar de esta historia? Tal vez cada pecado conlleve una pena, sólo que el buen dios fue benévolo y complaciente con mi señor, tal vez por ser hombre; en cambio para mi señora no hubo piedad, ni compasión, recibió el peor castigo que pueda darse a criatura humana: ¡la locura!

 

Sólo resta decir que en mi memoria perduran los sollozos, también las risas y la voz amable de esa mujer que escogió a México como segunda patria y se enamoró de esta tierra y de su gente, cuya última impresión del país debió ser ingrata, pues cuando iba de salida escuchó -en Paso del Macho- una canción entonada por un grupo de campesinos, cuya letra dice así:

 

Alegre el marinero

con voz pausada canta

y el ancla ya levanta

con extraño rumor.

 

La nave va en los mares

botando cual pelota:

¡Adiós mamá Carlota

adiós mi tierno amor!