Se paró frente a la vidriera y le pareció que otra persona ocupaba su lugar. Las costillas mostraban entereza entre los pliegues de la hambruna. Se preguntó si era verdad lo que veía, si ese rostro era el que le correspondía tener
Y otra vez, la misma bolsa vacía era parte de lo que llevaba todas las mañanas a la entrada del subte. Sí, no soportaba ve la mesa vacía y que sus hermanos pasaran, lo que él vivió.
A menudo, se preguntaba si la vida lo había elegido para que pagara culpas ajenas o él la había señalado para que se acercara a cobrarlas. Los dieciséis años de flacura acopiada, le pedían explicación sobre muchas cosas, pero solo podía pensar qué tenía que hacer frente a la herencia de un asesino, su padre.
Cruzó la Avenida Rivadavia y se encaminó hasta un banco libre de Plaza Once, la del mausoleo de Bernardino Rivadavia, la que cuida sus cenizas y que es la única tumba de un prócer que descansa en una plaza pública de la Ciudad de Buenos Aires.
Rulo miró hacia la estación de trenes Once de Septiembre. Los transeúntes se rozaban como si el contacto con el extraño, fuera un pedido de auxilio para que los otros le facilitaran una inyección de fe. Las colas de trabajadores que aguardaban la llegada de colectivos de diversas líneas, compartían la espera entre las palomas que divagaban métodos para lograr alimentos.
“Hijo mío, que la palabra de Dios te acompañe siempre y recibas su Misericordia”, decía siempre el Padre Juan; y, él, en la inestabilidad de afectos, pensaba en esa palabra como si fuera su salvación. Si Rulo hubiera sabido que la justicia estaba involucrada con su mediación y administración ecuánime, se hubiese sorprendido. En “El Quijote de la Mancha”, dice: “Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia.” Porque las dádivas son respuestas por la lástima que sienten al verlo. No existe el sentimiento solidario.
Junto al joven, que no dejaba de pensar en la mesa vacía para cuando llegaran sus dos hermanitos, se sentó un anciano.
— ¿Qué pensás pibe?- le dijo, mientras se ubicaba para mirarlo de frente.
La Plaza parecía oírlos. Los ruidos se aplacaron y un sereno momento ocupó el encuentro. La Plaza Miserere, ese nombre desde años atrás, conocida en su momento como Quinta de Miserere porque eso fue, parece recuperar recuerdos. La tierra late, se apresura a quitar el polvo con el que el tiempo le cubrió la memoria; la tierra que le debe el nombre al antiguo vecino Antonio González Varela, llamado “miserere” por su misericordia, espera impaciente una idea mágica.
—Hola señor- contestó Rulo mientras una sensación reconfortante, le permitió cambiar el rumbo a sus pensamientos.
—Te observo desde hace un rato y se nota a la legua que algo te ocurre. No soy nadie, tiré por la ventana mi vida, la hice mierda ¿sabés? Si alguien me hubiera advertido sobre lo que hacía mal, hoy no estaría aquí sentado.
Rulo no pudo hablar. Miró al hombre sin entender qué sucedía, quién era esa persona que parecía leer sus pensamientos y también, había descubierto su tristeza.
—Sí, don, pero yo no hago algo que esté mal, creo.
—No tenés que decirme nada, che, solo te vi triste y como había lugar en tu banco, aproveché para sentarme- le aclaró- Mirá, ves los ramos de flores que venden en la vereda, son grandes, nadie los va a comprar además, la gente no tiene guita para esas boludeces. Les falta el morfi ¿y van a comprar flores? Cosa de locos. Bueno pibe, te dejo. Que la cosa te sea leve.
Puso algo dentro del bolsillo del bermudas casi destruido del muchacho y le palmeó el hombro.
—Gracias, don.
El anciano caminó hacia la estación de trenes con andar abrumado y se perdió entre la muchedumbre.
Cuando Rulo quedó solo, tanteó lo que le había dejado el hombre y lo sacó. Observó al florista y, se dio cuenta que cuando uno se comporta bien, hay devolución.
Luego de comprar el ramo de flores, las separó. A cada pareja o mujer que pasara le regaló una.
Luego, los otros ramos que siguieron, fueron artífices de despertar en los transeúntes, sonrisas y un: “tomá”, de corazón, que no fue limosna.
Sus hermanitos no iban a pasar aquello que, él, ya había vivido.