Estaba viviendo el día más importante de mi vida, habían transcurrido varios años desde el fin de la llamada “Guerra del siglo”, estaba rodeado por mi familia y amistades, el salón del parlamento estaba lleno, el orador hacía un panegírico de mi conducta durante el pasado conflicto bélico, pues no hui del país, -como lo hicieron los grandes empresarios- y mis negocios siguieron dando trabajo a esa gente que de otra manera habría muerto de inanición y paralizado la economía, los medios de comunicación concurrían en pleno para la ceremonia de entrega de la más alta condecoración otorgada por la nación a sus hijos ilustres, la emoción se desbordaba y las entrevistas se sucedían.

Esa ceremonia removió viejos recuerdos. Era de madrugada, me despertó el potente ruido de los motores exigidos al máximo, era un escuadrón de bombarderos, por fortuna vivía en la mansión de la familia, ubicada en las afueras de la ciudad, donde estuve a salvo; luego las explosiones de las bombas cayendo sobre casas y edificios, a poco el agudo zumbar de los aviones cazas que salieron a defendernos, la lucha feroz en el espacio, las explosiones y las bolas de fuego iluminando fugazmente el cielo, antes de estrellarse en la tierra. Desperté sobresaltado, estaba empapado en sudor y con la garganta seca, un temblor incontrolable me impedía tomar un sorbo de agua. Me senté sobre la almohada, aún despierto seguía viendo en la pared el reflejo de esas escenas violentas y escuchando sus ruidos infernales. Se hizo el silencio, volvió la oscuridad, me disponía a dormir cuando de entre el cortinaje del gran ventanal apareció una sombra, luego otras, rodearon mi cama, sus facciones distorsionadas, grandes ojos y bocas abiertas -con un gesto de desesperación- me llevaron a recordar a Edvard Munch y su célebre pintura “El grito”.

Fue inevitable, recordé cómo empezó esa pesadilla. Estábamos en el parlamento -en reunión secreta-, éramos los hombres más ricos del país, sobre nuestros hombros descansaba más del ochenta porciento de la economía nacional, se acercaban las elecciones, la patria estaba en peligro, era necesario escuchar al único candidato confiable. Entró un tipo prepotente, altanero y con aires de superioridad; empezó su discurso, nos tranquilizó, fue rompiendo nuestra reticencia. Reiteró, si triunfan los comunistas la patria estará en peligro, les quitarán sus empresas, expropiarán sus caudales y propiedades, están contra el capital, sólo yo puedo salvarlos, abrogaré las leyes molestas, podrán manejar sin contratiempos, sus negocios y trabajadores, los libraré de las amenazas que aparecen en cada elección, pues no volverá a haber otra, pero necesitaré su decidido y fuerte apoyo económico. Y ese bravucón de barrio pareció convertirse en el líder anhelado, su voz y ademanes adquirían tintes heroicos cuando juraba hacer más grande a la patria y proteger a la raza blanca; hasta los más recalcitrantes y escépticos empresarios estaban entusiasmados; comprendí lo afirmado por los filósofos: a las masas -sin importar su situación económica o grado intelectual- se les puede convencer con engaños, porque a ellas nos les interesa la verdad, les bastan las apariencias y están dispuestas a dejarse seducir por un impostor o un farsante que diga lo que quieren escuchar. Llevó su mano derecha hacia el pecho, extendió violentamente el brazo hacia el frente y pronunció un estentóreo ¡Sieg heil! Nos pusimos de pie, extendimos el brazo derecho y como si estuviéramos poseídos por él, nos unimos a su grito: ¡Sieg heil! ¡Sieg heil! ¡Sieg heil!

Corrompimos a líderes sindicales, a funcionarios electorales y a los dueños de los medios de comunicación para obligarlos a calumniar y difamar a los opositores. Ya en el poder, el premier discurrió sobre la conveniencia de anexarnos el país vecino pues proveníamos de la misma sangre, la misma herencia, idioma y costumbres. Inició como una sugerencia, luego se volvió reclamo agresivo, si no aceptaban serían invadidos. Los patriotas de esa nación se indignaron pero aceptaron un plebiscito, pusimos en marcha la misma estrategia y… ganamos. Después hizo nuevas demandas, otras exigencias, fueron anexados o invadidos países supuestamente estratégicos para nuestra seguridad, mientras los gobernantes de las otras potencias se hacían disimulados y sus cancilleres celebraban la paz impuesta a tan alto precio -nadie se atrevió a protestar-. Para mantener unida a la población inventó un enemigo: los comunistas; los sospechosos de serlo o los considerados enemigos del régimen fueron hacinados en barracas; como la inflación y el desempleo agobiaban a la población culpó a los trabajadores extranjeros, pues ocupaban puestos destinados para los connacionales. Pronto las redadas se hicieron costumbre, las barracas se llenaron de latinoamericanos, africanos y orientales, arrestados en las calles o en sus trabajos -fragmentando familias-, sin importar los años vividos y trabajados en el país.

Inició por fin la guerra, miles de civiles fueron reclutados para mandarlos al frente, las fuentes de reclutamiento se secaron, hablé con el ministro de economía. Propuse una solución al problema, los presos de las barracas, acusados de ser comunistas o extranjeros de razas no blancas, trabajarían en mis industrias a cambio de un muy discreto salario; así, todas las madrugadas, sin contar con ropa apropiada para enfrentar el inclemente frío de invierno, eran formados frente a las alambradas y obligados a caminar sobre la nieve los cinco kilómetros que los separaban de mis factorías, donde laboraban desde el amanecer hasta el oscurecer. Los meses transcurrieron, terminaron las victorias iniciales, empezaron los tiempos de las derrotas, por las noches nuestras ciudades eran bombardeadas inclementemente, se luchaba contra los enemigos en nuestro propio territorio; la capital estaba a punto de caer, sólo nos separaba el río. Corrió un rumor: la esposa del premier se suicidó con veneno y él se pegó un tiro en la cabeza. Armado con una bandera blanca, fui el primero en visitar al mariscal de los ejércitos, me puse a sus órdenes, le ofrecí una de mis mansiones donde podrían estar cómodos, me congratulé por el fin de esa pesadilla y regalé a cada miembro del estado mayor, uno de los automóviles más lujosos de nuestra afamada línea de ensamblaje. Cuando iniciaron las venganzas contra los llamados colaboracionistas del gobierno totalitario, el alto mando castrense me mantuvo a salvo. Luego me acusaron de obligar a mis trabajadores a caminar, dos horas de ida y dos de regreso, hasta la fábrica donde laboraban doce horas sin descanso, sin retribución alguna y sin recibir alimento. En suma, era responsable por la muerte de varios miles de miserables fallecidos por hambre, frío o agotamiento, el futuro se antojaba sombrío, pesaba la amenaza de un juicio condenatorio, no tuve otro remedio, fui generoso con los dueños de los medios de comunicación, regalé automóviles a los líderes sindicales y visité el parlamento, después de arduas y onerosas negociaciones, los convencí. Me nombraron patriota ejemplar y me otorgaron la más alta condecoración, reservada para los ciudadanos distinguidos, lo cual me puso a salvo de intrigas y chismes.

Parezco un hombre feliz, pero por las noches me acosan los demonios, mi paranoia alcanzó grados extremos; deprimido, tomé la pistola, abastecí el cargador, corté cartucho, pegué el cañón a mi sien izquierda, jalé el gatillo, pero era tal mi nerviosismo que la bala pasó rozando mi frente y se incrustó en el techo. Ahora no tengo duda, esos infelices tratados como esclavos, sin retribución ni cuidado alguno, no me perdonarán, volverán cada noche a acusarme, y serán mi infierno en la tierra.

Ciudad de México, enero de 2025.