Listo, señor, -dijo el ordenanza-. Nuestro hombre asintió con la cabeza en señal de aprobación, colocó los lentes sobre el mapa que consultaba ¿desde hacía cuántas horas?, se paró, estiró brazos y piernas, estaba entumido. Subió con dificultad la escalera, supuso que al salir a la terraza, después de tantos días en la penumbra, lo deslumbraría el sol; sin embargo, el cielo estaba gris, cubierto por el humo que desprendían edificios y casas que ardían todavía; una gruesa capa de tizne volaba al viento. Se estremeció ante aquel panorama de destrucción y muerte, se aferró al barandal para no perder el equilibrio; no quedaban huellas de las señoriales construcciones, ni de sus amplias avenidas, todo era cascajo y fierros retorcidos.

Recordó cómo empezó todo; él, un intruso del que los políticos solían reírse discretamente, capaz de provocar más de un levantamiento de cejas; con su retórica incendiaria y actitudes provocativas escaló hasta el puesto político más alto. Convenció a los más escépticos, de ser el elegido por el destino, los convertiría en el imperio más poderoso y lograría que la raza blanca recuperara la supremacía perdida. Llegaron los años de las victorias, cuando su sola presencia infundía temor entre los gobernantes extranjeros, de cómo lo que al principio calificaron de bravuconadas y caprichos formaban parte de un plan maquiavélico. Decidió anexarse a una nación vecina con el argumento de la afinidad de razas y costumbres y aunque sus fuerzas armadas estaban listas para invadir -si fuera necesario-; convenció a la burguesía criolla -más preocupada en cuidar su bolsillo que la soberanía de su país-, de las ventajas que obtendrían uniéndose a ellos; engañó a la población, y así fue fácil vencer a los patriotas que se oponían a tal despropósito. Todo ello ante la indiferencia de la comunidad internacional, cuyos dirigentes se consolaban pensando que eso tranquilizaría al tirano y si ese era el precio de la paz lo pagarían con gusto, finalmente no les afectaba en carne propia.

Llegaron los años de las victorias bélicas. La comunidad internacional reaccionó ante la alevosa invasión de un pequeño país sin recursos y débil ejército; lanzaron un ultimátum exigiendo su retiro, pero al no surtir efecto le declararon la guerra. Mientras eso ocurría, los triunfos en las batallas se iban sumando, hasta que colmó la paciencia de las potencias mundiales; lo ignoraba, pero empezaban los años de las traiciones y de las derrotas, uno a uno fueron perdiendo los territorios conquistados; de pronto las ciudades bombardeadas ya no eran las de sus enemigos, el cielo de su territorio se cubrió de proyectiles y en las noches el ruido de los motores de los bombarderos que soltaban su carga mortífera, los aterrorizaba. Ante esa superioridad numérica la tropa se fue replegando, mientras cundía el desánimo entre los pobladores que anteriormente apoyaron entusiastas, al tirano.

El fin estaba próximo, los enemigos acampaban a las afueras de la capital, en la margen contraria del río, en espera de la reparación de los puentes y de la llegada de refuerzos. Regresó al búnker, en el salón de los mapas lo esperaban sus colaboradores más allegados; al ver su gesto contrariado intuyeron lo que sucedería; a una señal que interpretaron como sálvese el que pueda, la mayoría huyó a toda prisa, sólo los más leales aguardaron. El tirano ensayó una mueca parecida a una sonrisa, luego se despidió de mano y una palmada de agradecimiento -en la espalda-, de cada uno. Los generales, conmovidos, y las secretarias, desconsoladas, lo vieron dirigirse hacia su despacho donde lo aguardaba el hombre de toda su confianza. ¿Conseguiste el cuerpo? Preguntó. ¿Cuentas con suficiente gasolina? Recuerda, sólo deberán quedar dos túmulos irreconocibles, de cenizas; luego caminó hacia la zona íntima de su dormitorio, sacó una pistola del cajón del buró; su esposa esperó alguna señal que diera una esperanza, como no fue así comprendió que le tocaba desempeñar su papel en el guion no escrito de ese drama; se sentó en la cama, buscó en su bolso de mano el estuche donde guardaba las medicinas, era tal su nerviosismo que varias pastillas cayeron al suelo, al fin halló lo que buscaba, introdujo la ampolla en su boca, la llevó a las muelas, mordió con fuerza hasta romperla, se convulsionó durante unos instantes y un fuerte olor a almendras amargas inundó la habitación. No lejos de ahí, en un aeródromo discreto, una avioneta biplaza calentaba motores, lista para emprender el vuelo hacia el puerto marítimo más próximo, donde un submarino aguardaba.

Ciudad de México, febrero de 2025.

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