Lo preocupante no es la perversidad de los malvados sino la indiferencia de los buenos
Martin Luther King
Había disfrutado junto a su amiga de una tarde magnífica. La amistad compartida desde la niñez permanecía intacta y potenciada por una hermandad en la que la confianza, el respeto y apoyo en todo sentido, era la base.
Siempre que iba al barrio en el que vivía Marisa, uno de sus tíos llevaba de regreso a Bárbara hasta la esquina de su casa, la observaba unos instantes desde el auto y cuando corroboraba que no había ninguna persona a lo largo de la vereda, se marchaba.
La zona era para caminarla con libertad, pero desde hacía un tiempo sucedían acontecimientos que ponían en peligro la seguridad de los de vecinos.
Los arrebatos de pertenencias en las paradas de colectivos y en horas tempranas o a la noche cuando los trabajadores se dirigían y regresaban de sus actividades, había concluido con el andar en libertad por los barrios.
Ese día era un viernes de marzo, cercano al comienzo de las clases escolares y, como era costumbre, el tío acercó a Bárbara hasta la esquina de su casa. Constató que todo estuviera tranquilo y regresó.
Los plátanos oscurecían un tanto las veredas y ocultaban entre su follaje a las luces de las columnas. No bien la joven caminó la segunda casa de la vereda de frente a la suya, lo vio. El hombre caminó, frenó el paso junto a la vivienda de la joven y se sentó sobre el escalón de entrada de la propiedad vecina. Bárbara lo reconoció. El hombre de mala reputación era un vecino al que le tenía pánico.
Sabía por su padre, que lo conocía, que toda la familia llevaba una vida cerca del hampa.
El corazón le latía fuerte, el temblor del miedo ocupó cuerpo y pensamientos. No iba a utilizar el celular porque su luz la descubriría. Dio marcha atrás y resolvió dar vuelta a la manzana.
Sintió que la frialdad de la noche acaparaba hasta el último trozo de carne de su cuerpo. Quedó inmersa en una burbuja de temor imposible de modificar. Lo pensamientos golpeaban con desesperación hasta aturdirla, la sacudían como si quisieran que inventara alguna idea para escapar.
El hermano del hombre era un asesino y por eso estaba preso cumpliendo una condena. A él lo habían descubierto en la terraza de una casa vecina, preparado para ingresar. Nada le impedía hacer desmanes y quedarse con lo ajeno.
Bárbara caminó por la vereda de la vuelta con la respiración entrecortada. En la casa no había nadie. Regresarían más tarde. Se dio cuenta de que debería haber aceptado la invitación de los padres de Marisa para que se quedara a cenar con ellos. No, no pensaría en aquello que no había decidido antes, era inútil porque no podía retroceder la máquina del tiempo.
¿Por qué no había salido con su familia? ¿Por qué no había regresado una hora antes? Movió la cabeza para desalojar interrogantes desacertados para ese momento.
Le faltaba caminar la tercera cuadra. Cuando llegó a la esquina, respiró profundo. Se agachó para levantar un cascote que descubrió junto a un árbol y decidida a salvarse del delincuente, avanzó hacia la puerta de su casa.
Él estaba sentado aún, sobre el escalón, “con la cabeza gacha como al acecho”, pensó. Le temblaban las piernas. Acomodó la mochila, sostuvo con fuerza el cascote y acarició la medallita de la Virgen de San Nicolás.
Casi cuando llegaba al lado del hombre, éste levantó la cabeza y se palmeó una pierna.
— ¿Dónde te habías metido? Me quedé para ver que entraras a tu casa sin problemas. La gran puta, me preocupaste, nena. – Y se fue.