En muchas partes del mundo los jueces se han convertido en un obstáculo para quienes gobiernan. Es un fenómeno que el World Justice Project en su informe de 2024 liberado apenas en octubre pasado, señala como continuo desde siete años atrás.

El informe del pasado octubre afirma que el imperio de la ley, el Estado de Derecho, se había debilitado en el 57 por ciento de los 142 países que monitorea la organización sin fines de lucro que elabora el informe.

Para cuando se difunda el nuevo reporte, el de este año, es muy posible que ese porcentaje crezca, pues Estados Unidos parece que se suma a las naciones donde los jueces son vistos como enemigos.

Varias acciones de la actual Casa Blanca han sido detenidas por jueces, despertando el enojo del habitante de la Oficina Oval y varios de sus colaboradores, pero el que ha llegado a niveles inéditos en la historia judicial estadunidense es el rechazo, burla incluida, a detener la deportación de un grupo de venezolanos.

“¡Demasiado tarde!”, escribió el primer amigo presidencial, Elon Musk, en referencia a que uno de los aviones que transportaban a esos deportados, ya estaba prácticamente aterrizando en El Salvador, país que por una módica suma se ha prestado a recibir a personas privadas de su libertad en Estados Unidos.

Pero el mandatario dio un paso más allá de los meros oídos sordos a la determinación judicial, al pedir la destitución del juez James Boasberg, del Tribunal Federal de Distrito con sede en Washington, que había dado la orden de detener la deportación.

“Durante más de dos siglos, se ha establecido que la destitución no es una respuesta adecuada al desacuerdo sobre una decisión judicial. El proceso normal de revisión en apelación existe para ese fin”, dijo el presidente de la Suprema Corte de Justicia estadunidense, John Roberts, considerado de tendencia conservadora, es decir, cercano ideológicamente a Trump.

Entre los “argumentos” que luego en un mensaje de redes sociales el mandatario dio para exigir la destitución del juez Boasberg, se encuentra que éste no fue elegido como sí lo fue Trump, y en consecuencia no había ganado el voto popular, que Trump sí logró.

Lo que sucede en Estados Unidos dista mucho de ser nuevo a nivel mundial. Lleva años sucediendo en Hungría, en Turquía, en Israel, con manifestaciones diferentes pero con el común denominador de que quienes gobiernan rechazan que el poder judicial los cuestione y frene o limite sus decisiones.

En la disputa judicial estadunidense existen otros elementos que no son bromas ni anécdotas: las deportaciones fueron hechas bajo el amparo de una ley de guerra con más de 200 años de antigüedad ¿es valido?

Las personas privadas de la libertad fueron enviadas a un tercer país, en este caso, a El Salvador que se ha convertido así en una cárcel más de Estados Unidos.

Y la defensa de esas decisiones fueron realizadas por varios funcionarios de Trump en tono altisonante, con ataques y burlas, muy lejos del respeto que debe de haber entre poderes del Estado.

Como ya se dijo, lo anterior no es exclusivo de Estados Unidos, sino que es una tendencia que lleva años registrándose y que forma parte de la crisis de la democracia, la cual ha sido documentada desde hace varios años y entre otros rasgos, consiste en la decepción de los ciudadanos por no ver atendidas sus necesidades en los sistemas democráticos.

Debe pensarse si al tirar por la borda la división de poderes o la vigilancia y limitación al poder de quienes fueron electos, los ciudadanos vamos a obtener lo que queremos o en poco tiempo veremos que se está en peores condiciones pero salir de esa nueva situación va a costar mucho más que las insatisfacciones que deja la democracia.
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