Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas.
Horacio Quiroga
Leyó el cuento y permaneció inmerso en el silencio de su propio silencio. “El almohadón de plumas”, quedó a la espera de sus pensamientos. Imaginó ser un periodista, la carrera que cursaba; pretendió retroceder las agujas del reloj, modificar la hora de su celular y trasladarse a la selva misionera. Entrecerró los párpados y dejó que sus neuronas acondicionaran los acontecimientos.
— ¿Va a comer, señor?
—No, gracias, mate si es posible. Cuando venga el invitado, comeré.
La chica, una india diminuta y con la inquietud marcada en sus movimientos, lo miró. Quedó por unos segundos pensativa cómo si recién descubriera al hombre. Los ojos de Ángela trataron de ocultar la sorpresa tras un semblante impasible. “Debe ser alguien importante”, pensó, “para que comparta una cena con lo que le gusta estar sólo”. Llegó a la puerta y gritó:
— ¡Ya viene el muchacho por el camino del río!
El hombre hizo un movimiento de cabeza y advirtió:
— Cuando llegue, que entre.
La puerta del pasillo se abrió y el enviado de la revista “Personajes”, ingresó al lugar. Se saludaron y luego se ubicó en uno de los sillones de la estancia.
— ¿Tranquilo el viaje?
— Sí, a pesar de la atmósfera quieta y sofocante.
— Es que sopla el viento norte-aclaró el dueño- póngase cómodo- marcó un silencio y continuó- si acepta un consejo, ubíquese en aquél sillón, mira hacia la ventana. Verá el sol que cae asfixiado en un círculo rojo y mate.
— Es una realidad asombrosa, como es asombroso que usted eligiera por hogar, San Ignacio.
— Sí, pero más sorprendente fue que, hace unos años, me designaran Juez de Paz y Oficial del Registro Civil- completó el entrevistado.
— ¿Cómo lo atrapó éste lugar?
— Entre las cosas que me apasionan,- comenzó a decir con voz pausada- cuentan la química, el ciclismo y la fotografía. Mi amigo Lugones me pidió que lo acompañara a las Ruinas de San Ignacio. Lo acompañé entusiasmado por lo que aquello significaba para el arte fotográfico, y… bueno, me sedujo la selva.
— En ésta etapa de su vida ¿viaja seguido a Buenos Aires?
— Sí, mi trabajo en el Consulado lo requiere.
El mate iba de mano en mano como enlace de la charla.
De tanto en tanto, el hombre acariciaba la gruesa barba, se levantaba, daba unos pasos, miraba el monte a través del tul del ventanal y regresaba a su lugar.
— He leído sobre usted, que el realismo minucioso y la interpretación de la psicología femenina las heredó de Guy de Maupassant ¿está de acuerdo?
— En realidad siento la influencia no sólo de Maupassant sino de mis lecturas, de los maestros que inspiraron y contagiaron a mis creaciones.
— ¿Podría aclarar los puntos de influencia?
— Sí, por supuesto. Le puedo decir que he aumentado el cargamento de sensibilidad, las pinturas de personajes y la poesía vivencial.
Los sonidos que en el atardecer producían los movimientos de la selva, interrumpieron la conversación.
— Preste atención- dijo el hombre-, rescate el movimiento de cada hoja, el aleteo de cada pájaro y déjese llevar, por un instante, hacia la libertad.
— Estoy como un recién nacido; le agradezco que me indujera a sentir que la selva tiene corazón- respondió el joven luego de unos minutos de abstracción.- Entonces ¿considera haber sido adoptado por la selva misionera?
— Sí, soy consciente de la adopción y quizá alguien diga en el futuro, que humanicé la selva.
— Sí,- acotó el periodista- también dirán que el hombre y la selva se unieron porque son el núcleo de una vida especial.
El escritor quedó en silencio y varado, tal vez, ante algún episodio de su pasada vida. El joven caminó por la estancia. Sobre la mesa, los manuscritos dejaban ver una página separada del resto, parecía ser un título: “Los Desterrados”.
—Sabe- dijo el periodista- me atraviesa la quietud, lo que cuesta respirar se gana en luz e imágenes inolvidables.
— Me sorprende, joven, para que el recuerdo sea potente, le aconsejo descender por el río encajonado; verlo a flor de ojo correr velozmente, casi untuoso mientras, a ambos lados pasan las sombras.
— Permiso- interrumpió la india.
— Sí, Ángela, ya sé, la comida está preparada.
Y con un gesto al visitante, marcharon hacia el comedor.
— Después llega la noche, amigo- sentenció- con las víboras al asalto.
Cuando el joven regresó del reportaje soñado, le pareció que aún estaba en la selva misionera.