La mujer era una Venus, al verla, el hombre reconoció que era imposible hallar nada más perfecto que ese cuerpo, nada más sensual que su mirada. Mientras tanto, ella se tomaba del brazo de su prometido en una actitud de orgullo marital. La joven se desplazaba por el salón dejando su presencia en el recuerdo de los asistentes. En un movimiento curioso encontró la mirada del hombre que, vestido con traje militar y con la insolencia que lo caracterizaba, la observaba casi desnudándola. Un escalofrío la ocupó.
— Cuidado – su prima le hablaba al oído- mucho cuidado, el General Ministro del Ejército no te ha dejado de mirar.
El hombre que maltrataba al pueblo y ejercía persecuciones y agudizaba, día tras día, su intolerancia, se había enamorado. Supo que la joven se llamaba Mercedes y que estaba por casarse. La encontró repetidas veces hasta que una idea lo persiguió en todo momento: esa mujer iba a ser suya, quisiera o no.
A partir de la noche del baile de gala en la residencia del militar, Mercedes vivía acompañada por el miedo. Se sentía vigilada y temía encontrarse con su novio, pues conocía cómo se manifestaba aquél hombre cuando quería algo. En todas las esquelas que llegaban a su casa estaba escrita una frase: “La amo y por eso va a ser mía”. Carecían de firma, pero al leerlas le parecía que los ojos del militar, la miraban, que violaban sus entrañas y la acercaban a la desolación.
Era la fecha de la boda de Mercedes. La iglesia de Guadalupe mitigaba cualquier sufrimiento. La joven se sentía protegida por la Virgen de la que era devota. Estaba segura de que sería feliz junto al hombre elegido. Todo había sido preparado y también resuelto hasta los menores inconvenientes. Los rayos del sol que ingresaban por los vitreaux del coro de la iglesia, compartían la iluminación con las arañas que colgaban del techo de la nave central. Los movimientos de sus caireles, reflejados sobre las paredes, concebían formas que parecían disfrutar del espacio de su creación. Los invitados aguardaban, sentados unos y otros de pie.
El olor a incienso y a las flores que vestían los altares, la gente, el órgano y la voz del barítono acompañaron el andar de la novia en el templo; sus ojos miraban más allá del mundo material que la rodeaba, sus pupilas eran el espejo de la profundidad de los sentimientos. El encaje del vestido era un abrazo en el cuerpo de la mujer; el hombre que la esperaba junto al altar, armonizaba con ella hasta en no ocultar que estaba enamorado.
De pronto, seis individuos ingresaron a la iglesia. Fueron tan rápidos los movimientos de ellos, que todos los presentes quedaron tiesos ante semejante situación y nada atinaron hacer cuando con celeridad se llevaron a la novia, sólo alguien la agarró de una muñeca mientras el novio gritando, corría hasta llegar a la calle, pero Mercedes ya no estaba, sólo quedaba de ella un puño de encaje en la mano del padrino.
Mechita sintió frío. Las sombras comenzaban a desplazar las últimas bocanadas de sol. Se había retrasado. Debía apurarse y llegar a la casona antes de la noche. Dos semanas atrás la habían citado de una escribanía reconocida de Buenos Aires. En la oficina le habían notificado que encontraría dos cajas en una casa desocupada; para ello le habían facilitado las llaves de la propiedad.
Cuando Mechita ingresó a la casa, la curiosidad se manifestó con palpitaciones aceleradas y hasta se podía escuchar su respiración. Los pájaros habían dejado el eco de sus alborotados cantos y se alejaban con sus sueños.
Una caja marcada con una M y un cofre herrumbrado estaban sobre una mesa, único mueble de la estancia. Desembalar la caja, fue sencillo. El vestido de novia que guardaba, demostraba tener años sin uso, estaba veteado de amarillo y le faltaba un puño de encaje, las hilachas demostraban que había sido arrancado. En el cofre, descubrió hojas de periódicos casi destruidas. Intentó controlar la emoción al intuir que existía un mundo con historias no develadas y que ella era dueña del tiempo.
A pesar que la claridad era tenue, sacó del cofre una hoja de periódico y leyó los titulares marcados con lápiz rojo, la hoja estaba rota, pero se alcanzaba leer Mechita lo hizo sentada sobre el piso: “Pasados los festejos por el triunfo de la Revolución, nada se conoce sobre el paradero del General Ministro del Ejército luego del suicidio de su esposa en la noche del casamiento. La mujer, Mercedes de Oviedo, había sido obligada por el militar a desposarse con él luego de haberla raptado previo a la ceremonia de boda con su prometido.”
Todo era un misterio. La joven se preguntó qué papel jugaba ella en esa historia; quién le había dejado el cofre y la caja; por qué ella era la heredera del vestido. Algo estaba claro: la esposa del Ministro y ella tenían el mismo nombre.
Merceditas o Mechita como le decían, permanecía entumecida sentada sobre el piso. Al levantarse se apoyó en la mesa y la caja del vestido cayó, junto con ella un papel que le llamó la atención. Lo desdobló y leyó lo que estaba escrito:
“Hija querida, cuando recibas la caja, yo no estaré en éste mundo. El traje perteneció a una mujer a la que amé con locura, y a la que le produje el daño irreparable de la muerte. Quiero que lo cuides en mi memoria y por la de ella.
Para castigarme y no olvidarla te llamas igual. En ésta casa, que también es tuya, viví desde que llegué desde mi país y hasta que me casé con tu madre. Pretendo que comprendas que te abandoné para no causarte males.
Te pido perdón. Te amo demasiado.
Con amor, tu padre.”