Caminaba por la calle San Martín. Se detuvo frente a un edificio que lo conmovió sin saber por qué, una energía lo envolvió. Subió los pocos escalones y se detuvo en el pequeño espacio de entrada. Un amplio portón de hojas abiertas, permitía a quienes pasaran, vieran la amplitud de galerías abovedadas alrededor de un patio central con árboles, alguno centenario. Una sensación rara, lo abarcaba; nada de lo que veía le resultaba extraño. Ignoró la causa, pero las palpitaciones llegaron a provocarle un ahogo incomprensible.
A la derecha, si se hubiera detenido a observar, la Iglesia de Santa Catalina de Siena lo hubiera recibido para que se acercara a los altares del siglo XVIII.
Santiago ingresó como si una fuerza exterior se apropiara de sus decisiones y lo guiara al interior del Monasterio. Las paredes encaladas contrastaban con las rojas y gastadas baldosas del piso, que mostraban los años con un lustre orgulloso de su historia. Los maceteros hacían gala con las ramas que mezclaban los verdes en esa tarde, que deliraba sometida al sol de julio. Algo lo inquietó, creyó que alguien lo rozaba al pasar a su lado.
El Convento de Santa Catalina guardaba historias, cuarenta vidas eran su secreto, cuarenta claustros para aquellas mujeres que habían decidido servir a Dios, ser monjas en el primer Convento de clausura de Buenos Aires.
La luz por momentos se disipaba y oscurecía el final de la galería que el joven caminaba. A la derecha, los ladrillos del patio, que como piso recibían alguna que otra paloma de visita, le parecieron que se ondulaban y se mezclaban con figuras de soldados que irrumpían con celeridad en el Monasterio. Por un instante, al pasar frente a las escaleras que llevaban al primer piso, creyó oír taconeos con un mismo ritmo. Santiago se percató que estaba solo. Siguió por las galerías, detrás de él y desde un portón abierto, una palmera parecía estar expectante. Varias puertas con cerraduras de metales oscuros, que perduraban desde aquél Diciembre de 1745, escondían verdades ocultas tras las rejillas de los confesionarios. El hombre observó una que estaba entornada. No pudo evitar ingresar al lugar. La mujer que permanecía arrodillada, no llevaba túnica, era bella. La sonrisa lo atrajo y la mano de la joven extendida hacia él, fue la llave.
Era Julio de 1807, los soldados ingleses habían ocupado las galerías. En lo alto de la Iglesia flameaba la bandera de los invasores.
Cuando Santiago ingresó, había sido arriada. Él iba con un propósito personal, no sólo ser parte de la Defensa de Buenos Aires, sino de sacar del Convento a la mujer que amaba y que por castigo, la familia la había internado en ese lugar.
— No importa a dónde la lleven- le dijo cuando ella le confesó sobre la decisión.
— ¿Por qué son malvados y no comprenden lo que sentimos? No me quieren. Saben que me voy a sentir desgraciada, pero igual lo querré por siempre y rezaré toda la vida, ésta y la que viene.
Ellos ignoraban, que las familias tenían un plan también para él: ser parte de las tropas que combatían en el interior, lejos de Buenos Aires.
Si Martina pensó que quedaría en ese Monasterio, también se equivocaba. Su lugar sería el de Córdoba, por un tiempo.
Cuando se despidieron con apenas un roce de las manos, el joven susurró:
— Voy a ir a buscarla y la encontraré, aunque transcurra el tiempo, lo haré hasta en la otra vida.