La llovizna maneja a su antojo el ir y venir de los transeúntes. La ciudad despertó con la poca voluntad que suelen aconsejar los días lluviosos, mientras la pereza acomoda sus garras sobre la piel de los que despiertan y viaja, entre ellos, con la sonrisa dispuesta a permanecer, así, durante toda la jornada.
No sólo para los porteños, los nacidos en la Ciudad, Buenos Aires es mágico. Su tierra de tosca, los túneles y los que aún no se han descubierto, generan la plácida sensación de estar en otro mundo.
La Avenida 9 de Julio es un imán del tiempo; se reserva historias de quienes vivieron en su espacio, huellas digitales en ladrillos, en restos que atesoran vidas pasadas con dolores y alegrías, con recuerdos y olvidos. Varias líneas de colectivos transitan por una de las Avenidas más anchas del mundo.
Un hombre, entre tantos, sube al bus en un barrio periférico. No le fue sencillo ascender. El bastón, en vez de ser una ayuda, dificultó la subida. El gesto de dolor lo pudieron ver todos. Un joven le cedió el asiento, se nota la dificultad para acomodarse.
Sus ojos pierden de vista la arboleda de los canteros que dividen la Avenida. Se mezclan los verdes de los lapachos, palos borrachos con sus flores rosadas otras blancas y que en la primavera se juntan con las lilas de los jacarandás y desfilan con las flores amarillas de las tipas. Los ciento cuarenta metros de ancho, se agigantan; abrazan al asfalto y modelan las paradas del Metrobus.
El hombre de pelo cano, por momentos sonríe. El calor templa los cuerpos de los pasajeros, él, los observa. Saca el móvil de uno de los bolsillos del abrigo y mantiene el bastón entre las piernas. Detrás de los cristales de los anteojos, el reflejo de la claridad con que lo premia la tormenta, se ven gotas que brillan, resbalan y caen sobre el pantalón.
Nadie le escribe, nadie escucha sus audios porque le habla a sus pensamientos. La soledad golpea en esa habitación interna en la que guarda el alma.
La 9 de Julio le muestra el apuro con el que la gente la transita. “Qué pena”, se dice, “No saben las cosas bellas que podrían descubrir, si miraran el cielo, si observaran cada árbol y respiraran profundo sentados en un banco, que para eso los han colocado.”
La mujer que está sentada frente a él, trata de evitar que se unan las miradas, pero sabe que lo observa. “Le voy a sonreír”, se auto convence y lo hace. La mujer de arrugas que marcan su tiempo, le devuelve la sonrisa.
— Perdón, señora ¿usted, por casualidad, va a bajar en Plaza de Mayo?
— ¡Me sorprende, señor! Sí, bajaré en Plaza de Mayo ¿Cómo lo supo?
— Intuición, que le dicen- Y rió- Yo también bajo en Plaza de Mayo ¿Qué le parece si para festejar la intuición, la invito con un café en el Tortoni?
— Muy atento. Acepto. Caminar por Avenida de Mayo y no ingresar ahí, es cometer un pecado ¡Muchas gracias por la invitación!
Al descender, el hombre hizo malabares con el bastón y la soledad quedó cabizbaja en el asiento del bus.