Por: Ricardo Del Valle 

Cuando mi gran amigo Ernesto llegó a trabajar a Tulancingo, en el estado de Hidalgo, me platicó que pasaba diario de regreso de sus labores por el jardín central y curiosamente veía sentada en una misma banca dentro de aquel concurrido parque a una señora, curiosamente solitaria y además muy arregladita, lo que llamaba siempre su atención.

En todas las ocasiones me comenta que traía puesto diversos suéteres muy bonitos, pero lo que le causaba más intriga a mi amigo Neto, es que me dice que tenía una mirada que parecía estar esperando algo o a alguien que nunca llegaba.

Y aunque diario la veía y por la prisa de su andar nunca ni siquiera le saludaba, un día, por curiosidad, se armó de valor y se fue a sentar a su lado para platicar:

— Señora, buenas tardes.
— Joven, buenas tardes. — le respondió
— Disculpe usted… ¿Espera a alguien? , Es que como que veo que busca algo — preguntó Ernesto.

Entonces aquella bella anciana le sonrió muy hermosamente, pero con tristeza le respondió:

—Espero a mi hijo. Siempre me decía que cuando creciera, me llevaría a conocer el mar. Pero el tiempo pasó, y se fue lejos a trabajar, y pues la vida lo ocupó. Solo recibo mensajes que les manda a mi vecinita en fechas importantes, pero yo sigo viniendo… por si un día se acuerda.

Mi amigo Ernesto me comentó que en ése justo momento, sintió un fuerte nudo en su garganta pues su propia madre, había fallecido hacía apenas dos años!!! y aún cargaba con el peso de tantas llamadas no hechas, de tantos pensamientos de «luego voy y la visito» que jamás se concretaron.

Esa tarde, en lugar de seguir su rutina, tomó el teléfono y marcó el número de su hermana.

—¿Sabes qué? —le dijo—. Éste fin de semana voy a ir al cementerio. Voy a llevarle flores a mamá… y a pedirle perdón.

Un año aproximadamente más tarde, ésa banca se quedó vacía.
Pero Ernesto nunca olvidó a aquella mujer, ni la lección silenciosa que le dejó: una Madre puede esperar TODA la vida, incluso cuando ya no tiene a quién esperar.

Y es que a diferencia de nuestro Padre (que funge como nuestra base en el plano material), es nuestra Madre POR SIEMPRE, quién es el Gran Pilar Espiritual y es nuestra transmisora de identidad.
Desde que el Hombre es Hombre, la figura materna es quién ocupa un lugar central tanto en la vida familiar como en su estructura espiritual. No se trata solo de una función biológica o doméstica, sino de una responsabilidad sagrada que MOLDEA el alma del hogar y asegura ésa continuidad hacia las futuras generaciones.
En cuanto al tema de la transmisión de la identidad, un conocimiento empírico mexicano versa de la siguiente manera: “hijo de mi hija, mi nieto será, hijo de mi hijo en duda estará”. Y es que la transmisora de la identidad se transmite por línea materna. Esto no tiene que ver con nuestras características genéticas, sino propiamente, con la profunda influencia espiritual y emocional que la madre ejerce sobre sus hijos desde los primeros momentos de vida. En este sentido, la madre no solo da a luz, sino que da sentido, pertenencia y herencia espiritual.
La madre es nuestra primera maestra, pues desde el ámbito del hogar la madre ha sido siempre la encargada de educar a sus hijos en los valores fundamentales. Su ejemplo personal, su dedicación y su fe tienen un impacto duradero, perenne y muchas veces determinante en la formación religiosa, ética y hasta moral de los hijos.
Y éste rol materno del que hablo, no debe entenderse como una limitación al espacio privado o doméstico, sino como una elevación del mismo. Es decir, del hogar fundado por la Madre, ella lo convierte en un SANTUARIO y es ella la propia guardiana espiritual.
La madre es mucho más que una figura afectiva; es el CORAZÓN ESPIRITUAL de cada hogar, pues con su ejemplo, su enseñanza y su dedicación, asegura no solo el actual bienestar de su familia, sino también la perpetuación y su desarrollo futuro como individuos.
Y es tan silenciosamente PODEROSA nuestra Madre, que aunque no esté ya en nuestro plano material, sigue la esencia de su presencia en CADA UNO DE NOSOTROS!!!

Nos acompaña a cada instante, aunque ELLA ya no esté aquí.

Es cierto que aunque ella se haya adelantado sólo un poco de nosotros y exista ahora un silencio distinto en nuestras vidas producto de la ausencia de su voz, de sus abrazos y de la oportunidad de poder correr hacia ella cuando la necesitemos, su partida cambia de dejar un vacío material que nadie puede llenar, por una excelsa sensación incomparable en el mundo: El Amor puro y excelso como lo es el de una Madre.

Y aunque a veces ya desgastados por el dolor nos llegamos a olvidar momentáneamente de ella, es justamente Ella quien nos busca en los sueños y otras veces en los recuerdos. Aunque el dolor aún nos aflija, su amor sigue siendo nuestro refugio. Pues desde que nos enseñó con paciencia comprensiblemente humana, y nos cuidó con ternura, siendo en ésos momentos más difíciles cuando se reveló su papel Divino y nos otorgó su más maravillosa sonrisa para que NO nos derrumbáramos.

Muchas veces le hablaremos desde algún rincón de nuestra vida en el que aprendemos ó aprenderemos, a habitar sin ella. Pero debemos hacerle saber a nuestra madre que seguimos llevando su nombre como escudo, como ejemplo, como guía, y su amor, como la LUZ que nunca se nos habrá de apagar. Debemos honrarla con cada paso que demos en nuestro andar, pues con cada gesto de bondad que ella nos enseñó a dar, será ahora cada decisión que tomemos y que nos habrá de recordar lo que ella fue.
Porque su amor NUNCA muere. Es permanente como el de nuestro Creador mismo.

Cuando una madre parte de este mundo, algo en nosotros cambia para siempre. Su ausencia se siente en los detalles más pequeños: en ese plato que ya no sabe igual, en la voz que ya no responde, en el abrazo que solo existe en la memoria. Sin embargo, su AMOR permanece intacto, como una llama que el tiempo NO APAGA.

El amor hacia una madre que ya no vive es ahora transformado en una presencia silenciosa pero constante. Está en los consejos que ahora nosotros damos y al momento resuenan cuando nos escuchamos. Es un amor que ahora duele, sí, pero también nos sigue sanando. Porque aunque ella como tal ya no camine a nuestro lado, la seguimos llevando en cada partícula de nosotros mismos

Amarla en su ausencia es aprender a vivir con gratitud por lo vivido, es honrar su legado con nuestras acciones, es seguir amándola en cada acto de bondad, en cada gesto de fe, en cada paso que damos sin ella, pero gracias a ella.

Porque una Madre NUNCA SE VA.
Vive en nosotros, en lo que somos y en lo que elegimos ser. Y ese amor —puro, incondicional, eterno— nos acompañará más allá de nuestra propia existencia.

 

Shalom