En muchas tradiciones espirituales de Oriente, especialmente en el hinduismo y el budismo, existen dos conceptos fundamentales que explican cómo se entrelazan nuestras acciones con el propósito de la vida: el karma y el dharma.
Karma es una palabra que muchas veces se asocia con el castigo o la recompensa, pero va mucho más allá de esa visión simplista. Karma significa, literalmente, “acción”. Cada pensamiento, palabra o acto que emitimos tiene una consecuencia, una energía que se proyecta y que, tarde o temprano, regresa. No como castigo divino, sino como parte de una ley natural de causa y efecto. El karma no juzga, solo refleja.
Por otro lado, dharma es el deber interior, el camino correcto, aquello que estamos llamados a hacer según nuestra naturaleza y momento de vida. El dharma no es igual para todos: lo que es justo para uno puede no serlo para otro. Vivir en dharma es vivir en alineación con nuestros valores más profundos, con nuestra misión, con lo que el alma vino a aprender o a enseñar.
Ambos conceptos están íntimamente relacionados. Cuando actuamos en coherencia con nuestro dharma, el karma que generamos tiende a ser positivo, equilibrado. Pero cuando nos alejamos de nuestro camino —por miedo, ego, ignorancia o presión externa—, generamos un karma que, eventualmente, nos invita a volver a nuestro centro.
En un mundo que parece recompensar la prisa, la competencia y el ruido, detenerse a pensar en karma y dharma puede parecer un acto subversivo. Pero es, en realidad, un acto de libertad. Porque no somos marionetas del destino, ni esclavos de nuestras circunstancias. Somos cocreadores de nuestra vida.
Reflexiona: ¿Estás actuando desde tu centro, o desde la reacción automática? ¿Estás siguiendo tu dharma o el guión que otros escribieron para ti? Cada decisión, por pequeña que parezca, es una semilla que germina en el jardín del tiempo.
Al final, el karma no es algo que “nos pasa”, sino algo que “nos enseña”. Y el dharma no es una carga, sino una brújula.