La parada de colectivos estaba atestada de gente que, con seguridad, pretendía llegar a sus obligaciones a tiempo. Los plátanos de la Avenida Roca engalanaban con sus ramas en altura al cielo tormentoso de Villa Lugano. Todos sentíamos nuestros rostros acariciados por la brisa que generaban la robustez de sus hojas.
Era Diciembre, el mes en el que chocan despiadadas las tristezas y alegrías, ausencias definitivas y obligadas, odios y pasiones. Y allí estaba yo, inmersa en una vorágine de emociones que me castigaban en silencio y trituraban mis pensamientos. Reflexioné que todos tenemos necesidades físicas y emocionales, que el truco está en encontrar a la persona correcta que las satisfaga, eso era lo que me resultaba difícil. El olor a tierra mojada se escabullía entre el humo de chorizos y entrañas, que salía del kiosco callejero de la esquina e invitaba a un desayuno criollo. Mis tripas sonaron con enojo, pero me propuse no oírlas y sin darme vuelta, agucé el oído a las conversaciones del grupo de estudiantes, que entre manotazos parecían comentar acontecimientos del colegio en los últimos días de clases. Cuando el colectivo de la línea ciento uno frenó en la parada, me dieron un empujón y marcharon sin mediar disculpas. Quizá, esa prepotencia adolescente me cacheteó y, por un instante, pensé en dar marcha atrás y regresar a casa, pero el miedo al qué dirán, arremetió sin miramientos y me tildó.
La brisa húmeda del Norte estaba cambiando a viento Sur. La espera se hacía molesta, y los rulos caoba de mi cabello pretendían revelarse sin lograrlo, mientras caían casi vencidos sobre el algodón deslucido de mi remera azul.
Los ruidos de los motores del Autódromo violaban los aleteos de pájaros mañaneros y generaban con ello, un llamado de atención.
Por la Avenida General Paz se acercaba otro ciento uno, pero cuando desvié la mirada, distinguí a Jano que caminaba por el playón del Autódromo y me hacía señas para que lo esperara. Adoraba a mi amigo, el que escuchaba y aconsejaba con la mejor energía. Había aprendido de él a pensar dos veces mis decisiones.” El problema no está en estar de acuerdo en esto o aquello. El inconveniente es que una vez que das el primer paso, estás obligado a dar el segundo, entendés”. Así opinaba y me trasmitía la enseñanza con el cariño de casi un hermano. Por eso pensaba varias veces qué hacer, cuando debía decidir cosas importantes que podían modificar mi vida.
Ese día, mi corazón palpitaba furioso y dentro de mi delgada osamenta, el dolor crecía a cien por hora al compás del remordimiento por una culpa que estaba en pañales. El colectivo había pasado frente a la parada, dejándome dueña de unos minutos más de espera para viajar y una tregua para optar por el sí o el no.
El viento arremolinaba los papeles tirados sobre la vereda y los manejaba a su placer en el boulevard. El miedo estaba haciendo estragos en mí y la indecisión taladraba profundo.
Jano estaba cerca. El paso extenso que le permitía el largo de sus piernas, lo traería en pocos minutos hasta el lugar de la parada donde yo estaba.
En el trayecto se había encontrado con un amigo y me hacía, cada tanto, señas con la mano para que lo esperara. La chomba roja no le permitía pasar desapercibido y a pesar de la angustia que me abarcaba, reí al recordarlo cuando le hacía bromas a mi hermano, adorador de ese color.
La espera me estaba cansando. La furia comenzaba a querer salir del encierro en el que la tenía y golpeaba mi voluntad para lograr su cometido. Me dolía la cintura y el vientre molestaba. Sabía que nada me iba a conformar. Las cosas estaban mal, muy mal, no podían estar peor.
— ¡Hola, hermanita!- Jano me abrazó con el mismo cariño de siempre.
— ¡Hola! Ya me estaba impaciente e iba a subir al próximo colectivo.
— Creo que pasó un mes desde la última vez que nos vimos. Desapareciste. ¿Cómo estás?¿Seguís con el tipo del Centro?
— Sí, pero no sé hasta cuándo…- No pude contenerme y sollocé.
Jano puso su brazo sobre mis hombros, su altura pareció protegerme, acomodó mi cabeza cerca de su pecho y me llevo a paso lento a un costado de la parada de colectivos, hasta las escalinatas del Autódromo. En un escalón nos sentamos.
Yo estaba destruida, pero dudaba en contarle a mi amigo del alma, lo que me pasaba; él tenía sus problemas y no eran menores.
— Contarme, petisa, soy todo oídos.
Otra vez su voz fue un bálsamo y la tibieza de las palmas de sus manos sobre mi espalda semejaron un arrullo.
— Sigo “con el tipo del Centro”, pero hace una semana me enteré en una reunión que era casado y que la mujer era compañera del curso al que voy. Una de las asistentes, y que lo había visto al marido conmigo, le dijo que el tipo era una basura, que salía con otra. La pobre casi muere y gritaba muy sacada: “¡No, no lo puedo creer!” y decía que no estaban hablando de su marido “ ¡Él es padre de dos hijos maravillosos, el marido perfecto!” Que siempre sabe cuáles son sus necesidades y hace todo en la casa.
Yo contaba llorando. Una carcajada me descolocó.
— ¡Jano! ¿Por qué te reís? ¡Es terrible!
— ¿Qué es terrible? Ella es una esposa engañada y vos, la amante del marido. Que el tipo se separe y ¡viva la vida! Además vale oro, sabe hacer de todo.
— No es tan fácil. Ayer hablé con él.
— ¿Y?
Quedé por un instante inmersa en mi propio silencio, hundida en un vacío casi helado que se expandía desde la cabeza hasta los pies. Un torbellino de sensaciones chocaron sin reconocerse por la confusión.
— ¡No se quiere separar!- grité.
Me dio vergüenza llorar con desconsuelo en la calle. Algunas personas que estaban en la parada, nos miraban con curiosidad. Pude controlarme, pero no pensaba contarle a Jano, mucho más.
— Dejalo y listo.
— No te preocupes, amigo querido, el tiempo dirá.
Lo miré a los ojos como solíamos hacer cuando no queríamos decir nada más.
— Contame algo de vos- le dije
— Nos debemos un café en un lugar tranquilo para charlar. De mi te puedo contar que estoy muy feliz con mi pareja, que lo amo profundamente y nos vamos a casar.
— ¿Lo amo?- pregunté por preguntar porque no ignoraba la relación.
— Sí, lo amo. Es hermoso tener alguien a quien amar. No es lugar para confesar demasiado, pero es lo que ya sabías. La Ley nos ampara, por qué no aceptarlo.
— Me alegra, Jano. Te quiero y si eres feliz, yo también.
Nos abrazamos y ambos lagrimeamos. Se juntaron su chomba roja y mi remera azul, su gigante presencia y mi reducida estatura; la negrura de sus cabellos con el caoba de los míos; se confundieron nuestros vaqueros y fuimos más de uno, en una contención mutua y necesaria.
— Jano, querido, no puedo retrasarme más tiempo. Como dijiste, nos debemos un café.
— Te quiero, petisa linda.
— Yo también, amigo.
Lo vi como se alejaba y sentí que le tendría que haber contado todo; que me sentía un objeto de uso transitorio, que el “tipo del Centro” me había dicho que sólo me quería para la cama, que me sentía manoseada, herida, una mujer de descarte. Jano pasó bajo el puente de la Avenida General Paz y me dejó de regalo, la mirada de felicidad que nunca le había visto.
Para fortalecerme y desterrar pensamientos que me llevaran al caos tuve presente el valor de la vida. Supe que no estaba quebrada y lejos quedaba la idea de suicidarme lentamente. Debía tomar una determinación.
Había transcurrido más de hora y media en la parada. Varias unidades de la línea de colectivos levantaron pasajeros de los que no formé parte.
Las imágenes del encuentro con el hombre que amaba se transformaban, minuto a minuto, en el calvario del amor.
No me había citado en el departamento de siempre. Cuando entré, la habitación en penumbras, parecía salpicada de rojo. Se escuchaba una melodía sutil, demasiado almibarada para mi gusto. Él estaba parado junto al único sillón y apoyado a una mesa, me miraba con la transparencia de sus ojos claros.
Caminé a su encuentro preparando los brazos para rodearlo mientras humedecía mis labios para disfrutar de los suyos. Sus manos fueron el límite e indicaron una frontera. No supe qué hacer.
Me miró de tal manera y dudé que fuera él.
— ¿Qué te crees, que eres más que una empleadita de supermercado?
No, no era la persona que me acariciaba, el que me decía que me amaba, quien juraba amor eterno. Parecía un maniquí con el traje impecable de vidriera, camisa y corbata de oficinista del “Centro”. Yo no podía hablar ni moverme. Mis manos sobre el vientre lo enfurecieron.
Me sorprendió la melodía de llamada del celular. Ya no había cola en la parada. El tránsito por la Avenida Roca era poco, el viento había mermado y el sol buscaba sombras para derrotar
— Hola- dije.
— Usted tenía turno para las diez de la mañana. Son las diez y media y la señora tiene otro trabajo para las doce ¿Va a venir?
Quedé suspendida, vi la mirada de felicidad de Jano y hasta oí la voz de mi amigo que decía, “es hermoso tener alguien a quien amar”.
La negrura del móvil pareció brillar para acaparar mi atención y quizá para recordarme que alguien aguardaba una respuesta. Percibí un abrazo en mis entrañas que me permitió contestar.
— Hola, suspenda mi turno, decidí otra cosa.