Mientras las esperaba me acerqué a la mesada, busqué la taza y la llené de café. Llovía despacio desde la mañana. Los días de invierno me predisponían a dormir, pero en ese momento me aguanté. Supuse que a mi madre le iban a molestar los bostezos y la hermana que me había tocado en suerte diría: que era un maleducado y desapareciera de su vista. En realidad, disfrutaba sobremanera ponerlas nerviosas.

“Morir en Julio, no me gusta”, pensé. “Pobre, don Rogelio”.

El día anterior lo había visitado en el taller. Mientras don Rogelio buscaba una herramienta en el cajón me escabullí a la vivienda trasera. Cuando volví al negocio cubierto con un Talit Katán y su tzitzit, el anciano vecino colocó una mano sobre el lado izquierdo del pecho y se sentó en la silla cercana. Noté la palidez del rostro y corrí hasta la casa del fondo. “Seguro que se enojó”, pensé. Me quité el Talit, vestí una remera y guardé todo lo utilizado en el ropero del vecino. Cuando regresé al local, don Rogelio permanecía sentado. Al pasar hacia la salida lo miré de reojo. Casi al pisar la vereda me pareció oír la voz del viejo como un susurro.

–Hijo, esa vestimenta no es para jugar…

Bajé la cabeza y me fui sin decir palabra.

“Morir en Julio, no me gusta”, volví a pensar.

Seguí sorbiendo el café sentado sobre una de las cuatro sillas de caño, que amoblaban la cocina.

“Morir en invierno, no me gusta” dije en voz alta. “No las pienso acompañar al cementerio.”. Grité al sentir una opresión en la cabeza.

Cerré los ojos para cavilar en la maldad de mi madre y hermana. Para ellas todo lo que yo decía o hacía estaba mal. Traté de doblegar los pensamientos, pero fue un esfuerzo inútil.
Miré la hora en el reloj colgante. Tardaban demasiado “¿En qué andarán?”, me pregunté.
Desde que le tiré una cacerola de agua hirviendo al perro bulldog que olía todas las mañanas la tierra del jardín, las noté diferentes. Cuando se enteraron que había donado a Caritas de la iglesia del barrio el reloj de oro del abuelo, confirmé que me odiaban.
“Que al pobre lo entierren lejos, es otra desgracia”, hablé en voz alta y seguí: “Y si lo desnudan, peor”.

Recapacité que nada le debía al carpintero, por el contrario, seguro que el muerto tendría que agradecer morir a los ochenta antes de que la familia lo envenenara por ser un viejo avaro. El ropero donde guardaba joyas y la ropa para ir a la Sinagoga podía resultar un testigo fiel. El viejo ya no leería más mis pensamientos. Cada vez que iba a la carpintería, me decía:

— Esos pensamientos, Mario. Los leo en tus ojos.

Y lo cierto fue que siempre acertó lo que yo pensaba.

No llovía. Oí ruidos en la calle. Esquivé los sillones y la mesa. Caminé hasta una de las ventanas del living e intenté ver qué pasaba. Estaba nervioso desde el día anterior y aunque había ingerido la puta pastilla, no logré calmarme.

Un furgón estaba estacionado frente a casa. Limpié los vidrios empañados de otra ventana, vi a mi madre y hermana que se acercaban con dos hombres por el camino de lajas. Otros dos vestidos de blanco habían quedado junto al portón de hierro.
Oí el ruido de la llave en la cerradura y apuré el paso hacia la cocina. Mis casi cincuenta años ignoraron la causa de la prisa.

— ¡Mario!- era la voz de mi madre- Vení, vamos a dar el pésame a la familia de don Rogelio.

Me tapé la cara con las manos para esconderme. La cocina de golpe olió diferente. Alguien me puso una mano en la espalda y otras pasaron una prenda por sobre la cabeza. Me inmovilizaron, mientras unas gasas con olor raro taparon mi boca y nariz.

Yo estaba perplejo sobre la camilla. Una mosca rondaba por mi rostro sin decidir dónde posarse. El furgón era una ambulancia con amortiguadores vencidos. Me pareció divisar la cara del carpintero que me miraba sonriente, aparecía y desaparecía, su figura flameaba como una tela al viento. Yo no podía mover los brazos que permanecían trenzados abrazando el cuerpo. Una de las dos personas vestidas de blanco con corbatas moradas, sentadas a mi lado con caras de nada, opinaron que mis ojos negros contemplaban sin expresión. Aquellas voces guardaron un laberinto de interrogantes sin respuesta. Apreté los dientes, pero la rabia quedó presa por los efectos de un pinchazo.

Desperté atado a una cama. Presté atención a sonidos en el fondo del cuarto. Don Rogelio me llamaba. El rostro del viejo con la palidez de un cadáver, pasaba de una a otra pared del lugar. Por momentos se perdía en la oscuridad, luego aparecía iluminado. Más sombras se chocaban en un contorneo indefinido.

Me sentí desconcertado. Algo que no advertí había cambiado mi vida. Imaginé que quizá viviera en un sueño destructor de mis pensamientos. Abrí la boca y lancé un aullido.
Con el pasar de las horas me trasladaron a un lugar en el que no estaba solo, pero sin ataduras. Un patio amplio en el que nadie hablaba, solo caminaban. Los hombres se movían indiferentes ante mi presencia. Nada indicaba que me vieran. Estábamos transitando invisibles en la trastienda del mundo.

Me dolían las articulaciones. Carecía de fuerza hasta para mover una mano. Creí saber en dónde estaba. Ellas, las dos mujeres que resultaron ser las juezas implacables de mi existencia, habían logrado internarme como hacía tiempo me amenazaban.

En aquellos momentos, sentí terror al fúnebre silencio en el que se presentaba a diario el carpintero. No calmaban mi desconsuelo ni las pocas palabras con las que trataba de conectarme con el muerto. La sonrisa custodiada por los dientes amarillos del viejo, era una tortura bien planeada.

Un paredón alto tapiaba los límites del patio en el que transcurríamos varias horas. Me buscaron para llevarme por pasillos, en los que retumbaban hasta las gomas de las zapatillas y las paredes se ondulaban a nuestro paso. Pensé que quizá fuera un cortejo de despedida sin ataúd. Me persigné mentalmente. Me percataba que me transportaban como a un descarte de carne para la mortaja.

Dejamos atrás la construcción de altas paredes y ventanas enrejadas. El olor fétido, al que me estaba acostumbrando, dio paso al aire fresco de un espacio poblado de árboles y senderos que se bifurcaban.

Varios pabellones, no muy diferentes al sector del que habíamos salido, confrontaban la vejez de sus pinturas y el deterioro de los revoques. Quien imaginé era un enfermero, abrió la puerta y me señaló que avanzara hasta la mesa en la que dos personas, de espaldas, aguardaban.

No me quedaba más que obedecer. Observé que don Rogelio me guiñaba un ojo desde una esquina del techo y me senté. Su presencia continua era un tormento. Ellas, eran las dos personas.

—Traidoras- murmuré.

—Hijo, perdóname. Es para que nada te suceda.

—Hermano, mamá está en lo cierto. Aquí estás cuidado. Mejorarás pronto.

La ropa negra de ambas, acentuaba las delgadeces y parecía que profundizaba sus ojeras. Cada una me acariciaba las manos, apoyadas sobre la mesa, con actitud de falsa ternura.
El hombre de azul estaba en una postura vigilante y atenta.

—Nos dijo el doctor que te controla…que te controla…que te controla…

Me agarré la cabeza y la presioné con las manos. Las palabras lastimaban, cada letra era un golpe asestado con crueldad. Mis movimientos lentos imposibilitaron una reacción desmedida. La oscuridad me acaparó.

Don Rogelio reía a carcajadas y su figura volaba por la estancia. Golpeaba contra los hierros grises de la cama, subía y se hamacaba sentado sobre el plato, que protegía la lámpara, que colgaba del techo. La curva de su nariz se agrandaba y achicaba en cada movimiento. Por segundos, la transparencia de la carne mostraba huesos que refulgían en la penumbra de los huecos.

— ¿Mario, qué te pasa?- Ella gritaba mientras sacudía mi cuerpo laxo. Supuse que mis ojos miraban desorbitados las paredes del cuarto.- hijo querido- y la mentira le permitió decir:- ibas a ir preso.

— ¡Mario! ¡Qué te pasa, contestá!- Mi hermana gritó. Oí su llanto mentiroso, pero yo estaba sumergido en la turbulenta atmósfera del miedo. Mis pensamientos sucumbían ante las barreras de una trama maléfica, que mi hermana y madre, habían maquinado.

Entonces, el carpintero hizo magia sobre la pared azulejada. Comenzaron a proyectarse escenas de aquél día en el que yo había ingresado al negocio vestido con el Talit Katán. La magia mostró que, en un instante, el anciano vecino colocó una mano sobre el lado izquierdo del pecho y se desplomó en la silla cercana. Un cuchillo había ingresado en su cuerpo hasta el mango. Yo estaba allí. Miré al viejo y corrí a la casa del fondo de la carpintería. Me quité el Talit ensangrentado, en él limpié las manos y lo guardé adentro del ropero. Me puse la remera dejada sobre la cama. Cuando regresé al local, don Rogelio permanecía sentado, muerto. Entonces me sumergí en un súbito silencio. Por una desconocida explicación y desde esa calma voraz que me engullía, pude oír y ver.

El enfermero llamó por auxilio. Mi madre y hermana besaron mi rostro. Me sentí exhausto. El velo irracional se apoderó en un instante de mi verdad. Advertí que la sombra del viejo carpintero estaba ahí. Se desplazó sin parar hasta que su negrura pintó mi cama y como si hubiera leído mis pensamientos, murmuró: “Es horrible morir en invierno, Mario. Ya lo sabrás. Te perdono.”

El Talit katan (en hebreo: טלית קטן) es una variedad de manto judío (talit) que se ajusta al cuerpo, Katán significa pequeño en hebreo, por lo tanto es una versión recortada y ajustada al cuerpo a modo de prenda de vestir parecida a un delantal o poncho. en las cuatro esquinas están los tradicionales tzit tzit o nudos que representan la ley de Dios. en las comunidades jasídicas ultraortodoxas, suelen verse a los hombres utilizando el talit katan todo el tiempo, generalmente por dentro de la camisa y sacando los flecos por debajo dejándolos visibles.

Este talit puede confeccionarse a partir de cualquier material excepto de Shatnez ( toda mezcla de lana y lino que está estrictamente prohibido por la Torah ). La mayor parte de estos talit están hechos de lana.

Tzitzit (en hebreo: ציצת o ציצית) es el nombre dado a los flecos del talit, que sirven como medio de rememoranza de los mandamientos de Dios.