Sydne Mariel Mendoza Mera
China, U.S.A., Japón, República de Corea y Alemania concentran la mayoría de las patentes y proyectos de investigación a nivel internacional. ¿Es el conocimiento un derecho o una herramienta de poder?
La acumulación de saberes en el contexto del sistema neoliberal ha sido objeto de estudio y reflexión crítica, especialmente en las últimas décadas, donde se ha evidenciado la interconexión entre la concentración de riqueza y la concentración del conocimiento. La crítica a este fenómeno se basa en la idea de que el conocimiento, en lugar de ser un bien común que debería estar al alcance de todos, se convierte en un recurso limitado y controlado por una élite que perpetúa su poder.
Y es que las cifras son reveladoras: la mayoría de las patentes registradas y los proyectos de innovación de alto impacto provienen de un puñado de países e instituciones que ya cuentan con capital económico y redes de influencia. El dato no solo es un reflejo de desigualdad; es también un recordatorio de que el conocimiento —esa herramienta que asociamos con progreso— puede convertirse en un dispositivo de control. La pregunta de fondo resulta inevitable: ¿el saber es un derecho que abre posibilidades o un mecanismo que consolida jerarquías?
Michel Foucault, uno de los pensadores más citados cuando se aborda esta tensión, sostenía que el poder y el conocimiento son inseparables. No existe saber “puro”, aislado de intereses. Cada descubrimiento, cada teoría, cada política se inscribe en relaciones de fuerza. El espacio de aprendizaje del conocimiento, lejos de ser solo un espacio neutral en la transmisión de ideas, también es escenario donde se negocian y disputan hegemonías porque quien domina el lenguaje de la ciencia, los métodos de investigación o el acceso a la información ejerce un poder que es político y económico a la vez.
Basta mirar a profundidad para constatarlo. Las instituciones educativas mundiales de élite concentran recursos, financiamiento y vínculos internacionales que permiten a sus egresados ocupar posiciones estratégicas en empresas, organismos internacionales y gobiernos. Su valor no radica únicamente en la calidad académica, sino en el capital social que proveen: redes de contacto, intercambios, convenios de investigación y acceso a tecnologías de punta. En otras palabras, no solo imparten conocimiento; el conocimiento se transforma en capital de influencia.
Si bien la educación y el conocimiento continúan siendo el motor de movilidad social para miles de jóvenes y el espacio donde se produce buena parte de la investigación científica del mundo, también es necesario mantener el espacio educativo público como el espacio donde se geste el pensamiento crítico que no sólo incomode por incomodar, sino que incomode porque cuestiona la idea de que el saber debe servir únicamente a la productividad o al mercado.
Sin embargo, la disparidad de recursos y el peso del prestigio académico de élite perpetúan una brecha ya que el conocimiento generado en lo público rara vez tiene la misma visibilidad o capacidad de incidencia que aquel respaldado por las élites, en este sentido el sociólogo Dr. Zemelman proponía “pensar desde la realidad”, es decir, construir conocimiento situado en las experiencias y necesidades de nuestros pueblos, en lugar de reproducir modelos importados por los centros de poder global. Para él, la tarea intelectual no es acumular información ni repetir teorías, sino producir saberes que transformen las condiciones de vida. Esta visión choca con la lógica de un sistema que premia las métricas de productividad académica y relega la reflexión crítica.
Sin embargo la paradoja es evidente: mientras se habla de “democratizar” el conocimiento, también se multiplican los mecanismos que le vuelven excluyente al punto de reforzar un círculo donde el conocimiento se convierte en un bien de lujo. ¿Qué hacer ante este panorama? Para reflexionar al respecto, es necesario reconocer que el acceso al conocimiento requiere también de políticas decididas a financiar la investigación desde lo público y apoyar a quienes producen saberes valiosos pero invisibles y repensar los criterios de “excelencia” que incluyan la pertinencia social y la capacidad de generar cambios reales en las comunidades.
Es clave visibilizar las experiencias que contradicen el relato dominante y divulgar desde lo público casos que, con recursos limitados, desarrollan tecnologías para la agricultura sustentable, proyectos de salud comunitaria o seguridad alimentaria. Colocar al centro a los colectivos estudiantiles y promover en barrios marginados o comunidades alejadas la creación y aumento de patentes y desarrollos porque éstos son espacios donde se demuestra que el conocimiento puede ser una fuerza democratizadora si se les da espacio y seguimiento.
Zemelman nos recuerda que “pensar no es repetir, sino abrir posibilidades”. Tomar en serio esa idea significativa de apostar por el conocimiento que forme ciudadanos capaces de cuestionar, de imaginar alternativas y mirar a la ciencia y a la investigación como inversión social, más que como gasto público, concibiéndolo como un bien común que expanda libertades y sea motor de igualdades, y formando sujetos epistémicos capaces de interrogar las condiciones históricas de su tiempo.
¡Hasta pronto!