En un mundo donde los titulares internacionales suelen estar dominados por guerras, tensiones diplomáticas y crisis humanitarias, de pronto surgen destellos de esperanza: iniciativas ciudadanas que, más allá de fronteras y gobiernos, se organizan para llevar ayuda a quienes más la necesitan.
En los últimos días hemos visto cómo una flotilla ciudadana ha intentando llegar con alimentos y medicinas a Gaza. No se trata de un gesto aislado, sino de un recordatorio: cuando los mecanismos internacionales se ven rebasados y la diplomacia se paraliza en interminables discusiones, son los pueblos y las personas comunes quienes deciden tender la mano.
La historia reciente está llena de ejemplos: desde los colectivos que en México se organizan tras un terremoto, hasta las caravanas solidarias que en distintos países se forman para llevar víveres a comunidades afectadas. Esa capacidad de movilización no solo mitiga necesidades inmediatas; también reafirma un principio básico que a veces parece olvidado: la solidaridad no depende de tratados, sino de la voluntad.
Claro, no podemos caer en el romanticismo ingenuo: la ayuda ciudadana tiene límites, enfrenta obstáculos logísticos y, muchas veces, persecuciones legales. Pero su valor simbólico y práctico es enorme. Representa una voz que dice: la humanidad no se reduce a las decisiones institucionales; también se construye en las calles, en los barcos, en los voluntarios que piensan más allá de su individualidad.
Quizá ahí radique la lección más urgente: mientras los intereses políticos bloquean rutas de negociación, la solidaridad busca abrir caminos. Y en tiempos donde las imágenes del dolor parecen no tener fin, recordar que la compasión también se organiza es, en sí mismo, un acto de resistencia.
Vivimos en una era en la que las decisiones internacionales suelen estar atravesadas por intereses económicos, por cálculos de poder y por el temor a perder ventajas estratégicas. Es cierto: la historia muestra que el comercio, los recursos y las ganancias han sido motores persistentes de la política global.
Pero reducir la vida humana —y la convivencia entre naciones— únicamente a esa lógica sería negar otra fuerza igualmente presente: la capacidad de amar. Y no me refiero solamente al amor romántico o personal, sino al amor como principio de cuidado, como energía que impulsa la solidaridad, la cooperación y la ternura colectiva. Ese amor lo hemos visto desplegado en momentos críticos, ya sea en los rescatistas anónimos que arriesgaron todo tras los sismos de México; en los voluntarios que atraviesan océanos para llevar medicinas; en los colectivos que, sin obtener beneficio alguno, dedican su tiempo a proteger ríos, bosques y especies que también forman parte de la vida.
El amor, entonces, no es una ingenuidad ni una debilidad: es una forma de resistencia frente a la deshumanización que a veces imponen los intereses económicos. Es también un recordatorio de que no somos la única especie capaz de experimentar afecto, cooperación y cuidado; la naturaleza entera está llena de ejemplos de interdependencia y solidaridad que sostienen la vida.
Quizá la verdadera ciudadanía global del siglo XXI no se construya solo con tratados o protocolos, sino con la decisión consciente de poner la vida por encima de la ganancia, de recordar que convivir con dignidad es tan urgente como resolver cualquier ecuación económica. Porque allí donde la política se atasca, la ternura abre caminos a la humanidad y quizá ese sea el verdadero acto de resistencia en estos tiempos tan convulsos para la ayuda humanitaria.

¡Hasta pronto!

Sydne Mariel Mendoza Mera