Por Santiago Obregón

Durante décadas, el azúcar ha sido un símbolo de placer y energía. Está en el pastel de cumpleaños, en el café de la mañana, en la galleta que acompaña la charla de la tarde. Sin embargo, ese mismo ingrediente que endulza nuestras vidas se ha convertido en el centro de una preocupación creciente: ¿realmente el azúcar alimenta el cáncer?
La frase, repetida con fuerza en redes sociales y conversaciones cotidianas, tiene algo de verdad y mucho de matiz. El origen del debate se remonta a las investigaciones del bioquímico alemán Otto Warburg, premio Nobel en 1931, quien observó que las células cancerígenas tienden a consumir glucosa a un ritmo mucho mayor que las células normales. Este fenómeno, conocido como el efecto Warburg, describe cómo las células tumorales obtienen energía principalmente a través de la fermentación de la glucosa, incluso en presencia de oxígeno. En otras palabras: el cáncer “come” azúcar de manera voraz.
Sin embargo, afirmar que el azúcar “alimenta el cáncer” de forma directa es una simplificación peligrosa. Nuestro cuerpo necesita glucosa para sobrevivir; es la fuente de energía esencial para el cerebro, los músculos y cada célula del organismo. El problema no es el azúcar en sí, sino el exceso. Cuando consumimos grandes cantidades de azúcares refinados —presentes en refrescos, postres, pan blanco o alimentos ultraprocesados— favorecemos un entorno metabólico propicio para enfermedades crónicas: obesidad, resistencia a la insulina, diabetes tipo 2 y, en consecuencia, un mayor riesgo de desarrollar ciertos tipos de cáncer.
Numerosos estudios han mostrado que la hiperglucemia y la inflamación crónica asociadas al exceso de azúcar pueden crear las condiciones ideales para el crecimiento tumoral. Las células cancerígenas, en su metabolismo acelerado, aprovechan cualquier abundancia de glucosa disponible. Además, los altos niveles de insulina —una hormona que aumenta con el consumo frecuente de azúcares— pueden estimular la proliferación celular y dificultar la apoptosis, ese proceso natural por el cual las células defectuosas deberían morir. Así, aunque el azúcar no “cause” directamente el cáncer, sí puede alimentar su progreso en un cuerpo vulnerable.
La paradoja es que vivimos en una cultura donde el azúcar no solo se tolera, sino que se celebra. La industria alimentaria lo sabe bien: lo añade casi todo, desde cereales supuestamente “saludables” hasta salsas y yogures. En promedio, una persona puede consumir entre 70 y 100 gramos de azúcar al día, cuando la Organización Mundial de la Salud recomienda no sobrepasar los 25 gramos. Ese exceso se traduce en una sobrecarga metabólica constante, una especie de fuego lento que deteriora el organismo sin que lo notemos.
Frente a esta realidad, el cambio no pasa por eliminar por completo el azúcar —una tarea prácticamente imposible y biológicamente innecesaria—, sino por recuperar la medida. Aprender a leer etiquetas, reducir bebidas azucaradas, preferir frutas enteras en lugar de jugos y elegir carbohidratos complejos como avena o legumbres son acciones pequeñas pero poderosas. La alimentación no es una cuestión de prohibiciones absolutas, sino de equilibrio y consciencia.
También es fundamental recordar que la lucha contra el cáncer no se gana con un solo gesto, sino con un estilo de vida integral: dieta saludable, ejercicio regular, manejo del estrés y controles médicos preventivos. Demonizar el azúcar puede desviar la atención de otros factores igual de importantes, como el tabaquismo, el sedentarismo o la exposición a tóxicos ambientales.
En conclusión, sí: el azúcar puede alimentar el cáncer, pero no en el sentido simplista de que “si dejas de comer dulce, el tumor se muere”. La realidad es más compleja y, por tanto, más esperanzadora. Si moderamos nuestro consumo y adoptamos hábitos saludables, podemos reducir significativamente el riesgo de que ese enemigo silencioso encuentre el terreno fértil que necesita para crecer.