Por: Alejandro Ordóñez

Era una nena inocente cuando se hicieron amigas. El sitio de reunión preferido era la covachita que está debajo de las escaleras, lo que la llevó a decir – años más tarde-, que ella y Harry Potter tenían mucho en común. En las tacitas de la vajilla infantil tomaban el té y en los pequeños platos servían suculentos pasteles de lodo. Jugaban a ser grandes y eso les divertía, repetían largas conversaciones escuchadas a sus mayores. Era huraña, retraída, rehuía el contacto con otras niñas, algo que no dejaba de preocupar a sus padres; además, poseía extrañas facultades que los pediatras consideraron meras coincidencias. Pasaron los años, las amigas dejaron de verse. Nació su primera hija, estaba agotada, para descansar mejor tomó un somnífero, dormía profundamente, podría haberle pasado un ferrocarril encima sin que se diera cuenta; sin embargo, escuchó una tenue voz dentro de su cabeza, gritó desesperada, salió corriendo a la habitación contigua, la bebé se asfixiaba con sus flemas, resuelta la emergencia el hombre se preguntaba cómo había sido posible que se diera cuenta del peligro si no se había escuchado el menor ruido.
Era de madrugada, su esposo estaba en viaje de trabajo. Habían sido días extenuantes, aún les esperaba un largo viaje por carretera antes de abordar el avión que los regresaría a casa; ninguno de sus colaboradores quiso conducir, estaban exhaustos, temían quedarse dormidos y provocar un accidente, no había tiempo para descansar, decidió ser él quien asumiera la responsabilidad; se puso al volante, conectó el celular al dispositivo del auto… Ella dormía plácidamente, escuchó una voz que venía de adentro de su cabeza. Se sentó de un brinco, marcó desesperada, el celular timbró dos veces, entró la llamada en automático, escuchó el agudo chirriar de las llantas, luego el rugido del motor, nuevas frenadas, voces de alarma, gritos de espanto de los ocupantes del vehículo. ¡Bueno, bueno! gritaba desesperada, sin recibir respuesta; por fin escuchó la agitada voz de su esposo, la algarabía del interior impedía la comunicación. ¿estás bien, estás bien? Se hizo el silencio. Amor -escuchó- nos has salvado la vida, hemos trabajado demasiadas horas y descansado poco, me venció la fatiga, llegamos a una pronunciada bajada, llena de curvas peligrosas, en vez de frenar oprimí el acelerador, debo haberme quedado dormido, me despertó el timbre del teléfono, tu llamada nos salvó.
Siguió corriendo el tiempo, salpicado con hechos prodigiosos que a fuerza de repetirse dejaron de parecer extraordinarios. Llegó la vejez y con ella sus achaques, a ella se le empezaron a caer los objetos, la loza y la cristalería; luego se le cayeron las palabras, los objetos se convirtieron el los eses de las desas. Tráeme el ese de la desa que está debajo deso. Más tarde los desos se convirtieron en sonidos; así, la licuadora se convirtió en la rrrrrrr, el auto en rum rum, la lavadora en chc chc chc y la vida en un infierno ante las perspectivas anunciadas por los doctores. En las reuniones con los amigos se sentía humillada cuando comentaban algo que ella desconocía, reclamaba entonces a sus hijas por no habérselo contado y éstas contestaban, altaneras, ¿para qué te lo decimos, si olvidas todo? Ella musitaba queda y resignadamente, pues sí, y luego en un murmullo, es cierto. O cuando tomaba la iniciativa y platicaba algún hecho que le parecía simpático o interesante, de pronto una voz imperiosa la interrumpía. Mamá, es la tercera vez que lo repites, y la angustia al ver lo avergonzadas que estaban las hijas, de su madre.
Luego se le cayeron los rostros, si encontraban a alguna persona que iniciara la plática respondía con naturalidad, luego, ya a solas preguntaba ¿quién era? Mamá, es Teté, la vecina. Conforme se le caían más cosas, ella levantaba un muro inexpugnable donde se aislaba del exterior. Cada día pasaba más tiempo en la covacha de Harry Potter, de donde había que irla a sacar para rogarle que comiera y bebiera algún líquido porque también se le cayeron el hambre y la sed; más tarde empezaron a caérsele los pensamientos. Ante lo irremediable de la situación los doctores aconsejaron llevarla a una casa de reposo donde personal especializado podría atenderla porque las perspectivas eran sombrías, pronto se le caerían las señales que avisaban de la urgencia de ir a descargar el intestino y la vejiga y sería necesario el uso del nauseabundo pañal. Las hijas estuvieron de acuerdo, hartas como estaban de atender a sus crías y a su vieja; el marido no estaba seguro. Una noche despertó sobresaltada, corrió desesperada hacia la biblioteca, él quiso ir tras de ella, sonó el teléfono, el hombre se detuvo para contestar, era su cuñada, hablaba para avisar que su suegro acababa de morir; la encontró con la cabeza hundida entre sus brazos, lloraba quedamente, frente a ella, -sobre el escritorio-, el álbum familiar abierto en una página donde aparecía la fotografía de su padre. Desconcertado, no podía creer lo que estaba ocurriendo, era imposible que hubiera escuchado la noticia, salió llorando del cuarto, antes de que él se enterara.
Cuando supo que la querían internar en una casa de reposo protestó con todas sus fuerzas, lloró como si fuera una niña a quien quisieran separar de su madre, pero las hijas fueron implacables. Cuando el matrimonio quedó a solas lloraron abrazados, ella rogaba, imploraba que no la abandonara en ese sitio, quería permanecer en el hogar y morir a su lado. Dormían, estiró el brazo para taparla, no estaba, la buscó en las habitaciones, en los baños, por fin se le ocurrió, bajó las escaleras, tras la puerta cerrada de la covacha de Harry Potter se escuchaban voces: la de ella y la de una niña que trataba de consolarla. Cuando llegó el día tan temido nadie le avisó pero en sus ojos apareció una pena infinita. Antes de subir al auto exigió desesperada que la dejaran ir por su ese de la desa, que estaba en la desa, y señalaba hacia las escaleras. Volvió a casa sin poder olvidar esa imagen, la recordaría siempre, gritaba y se agitaba desesperada mientras una enfermera la sujetaba. Le pareció que en su corazón se había instalado una infinita tristeza, echó de menos su voz, la risa de aquellos tiempos felices, idos para siempre; se encerró en su cuarto a llorar; recordó la ansiedad con que quería ir a la covacha; bajó, buscó con la mirada tratando de adivinar lo que buscaba, estaba a punto de salir cuando descubrió en un rincón el payaso de peluche, regalo de su papá cuando cumplió cuatro o cinco años. Cargó el muñeco, se sobrecogió al ver su gesto siniestro, sintió miedo, no supo si arrojarlo al cesto de la basura, dejarlo ahí o subirlo al cuarto. Se estremeció al sentir que la mirada macabra del payaso parecía seguir sus movimientos. Lo decidió, ya que parecía importarle tanto se lo entregaría al día siguiente a la hora de la visita; ah, pero eso sí, por si las dudas cerró la puerta con llave. Sintió la ausencia del ser amado, colocó una almohada a su costado para no extrañarla. Toc toc toc, lo despertaron ligeros golpes contra la madera, parecían venir del piso de abajo, de la guarida de Harry Potter, para ser exactos; escuchó el ruido de pasos ligeros que subían lentamente la escalera, se abrió violenta la puerta, una sombra se le fue encima, empezó a estrangularlo con fuerza inusitada, agitó piernas y brazos tratando de zafarse, en su desesperación comprendió que no había nadie en la habitación, era él mismo quien apretaba su cuello. Prendió la luz, se estremeció al ver al payaso acostado junto a él; trató de recordar si lo habría dejado en la covacha o lo habría llevado consigo; temblaba todo su cuerpo y sudaba copiosamente, comprendió que su propio fin estaba próximo. Lo había mantenido en secreto, no le había dado importancia, ocupado como estaba en cuidar a su compañera, pero cada día era peor que el anterior, dejaba estacionado el auto con el motor en marcha, perdía las llaves una y otra vez; también a él se le caían las cosas, las palabras y los hechos recientes.
Llegó a la casa de reposo, entregó el ese de la desa a su esposa, quien no dio muestras de reconocerlo pero recibió el juguete, encantada; entró una enfermera, se distrajo, escuchó una plática, hablaba ella y le contestaba una aguda voz infantil, era la anciana que volvía a ser niña.

Ciudad de México
Agosto de 2024