Por Mónica Teresa Müller

Todo por Raquel

Arístides hubiera jurado que lo que veía era ficticio. Había leído cuentos con características asombrosas, pero aquello superaba todos los argumentos.
Sobre el cantero de piedras que rodeaba el Parque Pellegrini, tres autos habían chocado de frente. Lo único reconocible de ellos eran las colas con las tapas de sus baúles levantadas, las chapas con los números de las patentes y las marcas de los vehículos.
Los equipos de socorro se movían con rapidez. Al tiempo que los policías despejaban el área del accidente, los médicos esperaban el accionar de los bomberos, que con las cortadoras de chapa trataban de desarmar a las unidades con la finalidad de rescatar a los heridos que hubiera o retirar los cuerpos.
Las trompas de los autos habían formado un bloque, parecía que un imán los había atraído e incrustado con fuerza demoníaca. Algunos curiosos cuchicheaban, otros miraban absortos e incrédulos la escena desgarradora.
La avenida Irigoyen mostraba el asfalto que parecía movedizo a causa del vapor y el reflejo del sol. Un charco de combustible se desparramaba hasta llegar a los adoquines del cordón de la vereda.
Arístides se resistía a ver más. Recordó que la noche anterior había ido al Club. Desde jovencito no se perdía asistir a los bailes que allí se organizaban.
Esa noche, el salón principal estaba repleto. Las mesas eran ocupadas en su mayoría por mujeres jóvenes. Él prefería el bar y sentarse junto a la barra sobre los taburetes altos, acolchados y forrados con cuero ya ajado.
Desde ese lugar se sentía omnipotente. Alcanzaba a ver la pista y a un número importante de mesas. De esa manera estudiaba a cada mujer presente hasta encontrar la justa y necesaria. Entonces divisó a la rubia, casi igual a Raquel. Justo lo que estaba buscando. Calculó la talla, la figura de delgadez pronunciada, las piernas largas y lo más importante: rubia natural y con pelo enrulado casi hasta la cintura. Arístides pensó que si le hubiera encargado a algún artesano para que la creara, no sería tan perfecta. Sólo le faltaba saber si la joven sabía conducir.
A las dos de la mañana estaba bailando con ella, tan acaramelados que parecían ser una pareja no casual.

Mientras tanto, Raquel había guardado un poco de ropa en el bolso, algunos maquillajes, algo de dinero y los nuevos documentos que Arístides le había conseguido a través de un falsificador recomendado. Iría a una casita en Uruguayana propiedad de una tía suya.
Su difunto esposo parecía mirarla desde el portarretratos que estaba sobre la cómoda. La mujer se molestó y con un ademán poco femenino lo dio vuelta. No había sido tonto sino un sinvergüenza que se había mofado de ella muriéndose después de cinco años de matrimonio.
Cuando se conocieron, él le llevaba treinta y cinco años. En realidad, la edad significaba muy poco al lado de los cinco millones de dólares de la fortuna del viejo. Lo que no había calculado Raquel era que los ochenta y cinco años del hombre enfermo, próximo a morir, se extenderían a noventa.
Arístides era un amante de esos que algunas tienen y otras quisieran tenerlo o como decía un mail: también están las que no lo tienen, o las que lo tuvieron y lo perdieron.
Ella había elegido tener un amante. Su vida al lado del viejo, antes de conocer a Arístides, era nada más que subsistir, monótona y sin expectativas. Poco a poco las crisis de llanto le aparecían sin motivo alguno y en cualquier momento del día. La juventud del nuevo amigo la había rescatado de la depresión, tenía en qué ocupar su tiempo libre: había recuperado la pasión, él estaba en sus pensamientos. Se dio cuenta que Arístides era alguien que le había quitado el miedo a vivir. Era quince años menor que ella aunque no se notaba. Raquel le había preguntado muchas veces por qué estaba a su lado y él, no sólo le contestaba que la quería, también se lo demostraba.
El anciano, aún después de muerto, seguía siendo un cretino. A la semana del entierro el Dr. Cáceres la citó para darle la noticia: los bienes del difunto, los había heredado de sus padres. Le dejaba esa fortuna con la condición que permaneciera viuda, es decir, que no se volviera a casar. Ante la sola sospecha de una relación amorosa, y que sería controlada por una persona nombrada por el muerto, ella perdería automáticamente lo heredado.
La única solución era morirse. Arístides había planeado su desaparición para luego reconocerla como víctima en un accidente. El testamento nada decía acerca de que ella dejara esa herencia a un tercero en caso de fallecer, entonces decidió que su amante iba a ser la tercera persona.

Poco le costó a Arístides convencer a la rubia que fuera a su departamento. Ella estaba entregada. El hombre conocía bien sus dones de conquistador y había vivido utilizándolos para subsistir. Sus padres lo habían formado con la idea que lo más importante era la presencia, mientras que desenvolverse en un medio económico alto lo eximiría de complicaciones. Con esos conceptos y para mantener el status había vivido a expensas de amantes ricas, pues la fortuna familiar la habían despilfarrado sus progenitores.
La frivolidad rodeaba al hombre posiblemente para ocultar la necesidad de afecto. Cuando conoció a Raquel creyó que sería una más. Primero descubrió que el interés por el dinero era mutuo, poco a poco se sumaron dolores, pérdidas e iguales necesidades. Cuando quiso ser como había sido con otras mujeres se dio cuenta que la amaba.

La rubia del club estaba entregada, la delataba la mirada. Mientras hablaban, el hombre había puesto adentro de la cartera de ella, junto con los billetes, los documentos de Raquel. Le dejó las llaves del Mercedes de su amante, y le dijo que fuera sola por si lo vigilaran por una cuestión de celos de su enfermiza esposa, él la seguiría con su recién adquirido Honda.
La noche había pasado y él no comprendía qué hacía en el parque. Miró la hora. Las agujas de su reloj pulsera estaban quietas y marcaban las seis. Recordaba haberse despedido de la joven cerca de las cinco y media de la mañana. Treinta minutos en blanco ¿qué había hecho él en ese tiempo?
Nuevamente observó el Parque, se sentía extraño. Estaba frente a tres autos chocados. Observó que el vidrio del reloj estaba roto y las esquirlas se habían incrustado sobre los números.
La morguera llegó en un instante y estacionó al lado de los restos del Mercedes gris, y que por los números de la chapa era el que manejaba la rubia. Ubicado en dirección al norte reconoció al otro auto: era el de Raquel.
Qué locura. Arístides gritó cuando las colocaron sobre dos de las tres camillas y las taparon con una sábana. Nadie lo escuchó. Nadie lo vio. Él creyó estar de pie junto a los restos del Honda.